En este mundo sin cartas (salvo las de los bancos, y ni eso) la de los Reyes Magos viene siendo una gozosa reliquia. Podrás escribirla de tu puño y letra (lo ideal, lo revolucionario) o desde el interior de tu mente, pues es sabido que estos reyes tienen bastante telepatía. En la modernidad que habitamos existen procedimientos electrónicos diseñados por plataformas comerciales y así que, a mi entender, nada tienen que ver con el espíritu de las viejas cartas a los Reyes (a Papá Noel también se le escriben: Tolkien lo estuvo haciendo mucho tiempo para sus hijos, y luego, sí, como todo lo suyo, se publicaron). Aquel ejercicio caligráfico era de los pocos que no tomábamos como un deber de la escuela, sino como un deber del corazón. Ay. Escribíamos cuidadosamente, alejándonos en lo posible de cualquier imitación de la letra del médico de cabecera (así se llamaban, creo que ya no), en la esperanza de que estos reales políglotas, o políglotas reales, leyesen la misiva y la comprendiesen. No siempre ocurría, pero bueno.
Eran tiempos de cartas y de postales navideñas con ribetes dorados y figuras en relieve. O aquellas otras, harto sofisticadas, troqueladas las pobres hasta la extenuación. Recibirlas te convertía en alguien importante, alguien que había sido reconocido y apreciado con nombre y apellidos, alguien al que intencionadamente se le deseaba lo mejor. Hoy las felicitaciones son tan automáticas, dependen tanto de los avisos del correo electrónico, de las agendas, electrónicas también, o de los recordatorios de Facebook, que ya no puedes creerte que toda esa gente está pensando de verdad en ti. La globalidad de los buenos deseos está muy bien, sobre todo con el panorama al que nos enfrentamos, pero la postal navideña tenía ese perfume doméstico, tenía esa cercanía y credibilidad de la letra manuscrita.
De todas las cartas, ya digo, un sistema de comunicación que parece vivir sus últimos días, resiste la de los Reyes Magos, hasta el punto de que los susodichos reyes suelen ir por ahí con un buzón, de esos tan lindos, amarillos en España, rojos en el Reino Unido, verdes en Irlanda. En fin. Tiene algo de justicia que los Reyes Magos se hayan quedado casi con la exclusiva del estilo epistolar, pues el Royal Mail ha sido siempre eso, bastante Royal. Y no sólo en el Reino Unido. Los niños deberían saber que, cada vez que envían una carta con sus deseos, escrita a mano y también con el corazón, están defendiendo un tiempo a punto de desaparecer. Lo sabrán un día. O lo sabrán sus hijos.
Ya no llegan cartas, en efecto, incluso las del banco están en franca agonía por la estrategia de la banca digital. Todos flotamos en esa atmósfera azul que nos contiene, y que pronto contendrá todo sobre nosotros, incluyendo, quizás, nuestros pensamientos y nuestros más íntimos deseos. No habrá lugar para la sorpresa, porque los sistemas que rigen el mundo odian las sorpresas, incluso las buenas. Contemplo como quien contempla animales en extinción esas colecciones de cartas de los grandes escritores, donde decían aquello que no querían que leyéramos, aquello que enviaban ‘sólo para tus ojos’, y que ahora son, en su mayoría, material literario, aunque no fuera ese su propósito, incluso deliciosamente escandaloso (pienso en Joyce, y en tantos otros). Me dirán: se recopilarán los correos electrónicos, los ‘whatsapps’, como se hace, por ejemplo, en los casos judiciales. Pero ¿alguien escribe correos electrónicos con la pasión y el delicado estilo de una carta personal? ¿Acaso no afecta el formato a aquello que se transmite?
Y, sobre todo, esas cartas eran, a menudo, deseadas. El proceso de escritura, que a veces tomaba días (cuando había mucho que decir, cuando se imitaba la lentitud de una conversación), el viaje hasta la oficina postal, no siempre a mano, la dificultad de los inviernos en el mundo rural… Ese esfuerzo epistolar no sería heroico, pero denotaba predilección por alguien, necesidad de escribir y de ser escuchado (leído, me refiero). Denotaba amor (aunque también se rompía el amor por carta, es cierto). Y todo esto era verdad cuando había un teléfono cerca (no siempre lo hubo, queridos jóvenes), porque las cartas tenían su lenguaje, su forma diferente de decir.
Así que la carta a los Reyes Magos es un dulce anacronismo, una forma de resistencia, y tal vez conservemos gracias a ella la esencia de lo que fue esta forma de comunicar los deseos y los sueños. No sólo pertenecen a la edad de la inocencia, sino al ardiente deseo de ser escuchados, mucho más en aquellos días de nieve y oscuridad en todos los sentidos de la palabra, en aquellos inviernos en los que el mundo parecía inalcanzable para nosotros. Aunque recuerdo muy bien aquel campanilleo del corazón, porque eso no se puede olvidar, incluso cuando los deseos sólo eran muy parcialmente escuchados (el mundo era duro y difícil, lo sabíamos bien), no siento tristeza por lo perdido, porque cada tiempo obliga a pagar sus peajes, y sabemos bien los gravosos peajes de la edad adulta. ¿Acaso no hay un punto insuperable de inocencia en esas cartas que escribimos al empezar el año a los gobernantes y líderes mundiales? Creer que todo empezará mañana, 7 de enero, el primer día de nuestras nuevas vidas, tiene un aura infantil, como el niño que se tapa la cara pretendiendo no ser visto ni reconocido. Este mito del eterno retorno, de la página en blanco que habremos de escribir (como una carta), es una forma extraña de salvación.
Queremos salvarnos de los que amenazan con tiempos peores, y también queremos salvarnos de nuestra propia frustración. ¿Cómo soportar que todo este trabajo de décadas, quizás de siglos, este esfuerzo por la libertad, pueda ser pisoteado por el capricho de una nueva clase autoritaria, al parecer enferma de arrogancia, no pocas veces la arrogancia del dinero?
Hay demasiados magnates ahí fuera. ¿Eligiéndolos manifestamos nuestro oculto deseo de parecernos a ellos? ¿O somos víctimas de esta falsa revolución que pretende acabar con las elites intelectuales para sustituirlas por las élites de las altas torres, castillos de nuestro tiempo? No escribáis cartas a los líderes que no pueden ni quieren leeros. Sus deseos han dejado de ser nuestros deseos. Cualquier misiva a los nuevos dioses del mundo debe basarse en no pedir, en no desear. El deseo hoy pasa por liberar espacio, por despojarnos de las capas de odio y de propaganda, en las que se envuelven hipócritamente los regalos envenenados para el pueblo. Quizás deberíamos jugarnos cuanto antes esta última carta. La carta en la que figura la lista de todo lo que no queremos. Y es una lista larga.