01/09/2024
 Actualizado a 01/09/2024
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Hay acontecimientos cuya trascendencia sólo es perceptible una vez que ha pasado el tiempo suficiente. Como aquella tarde de 1986 en la que el abuelo Pepe sacó un libro distinto a los demás: de lomo no excesivamente grueso, sus páginas eran cuatro veces las de un volumen normal, a modo de gran carpeta. En la portada, en una tela amarillenta, apenas se podían leer unas letras: «Atlas de Geografía». Recuerdo abrirlo y desplegarse ante mí un universo desconocido del cual ya no pude salir: mapas.

Mapas de cordilleras, de golfos y de estuarios, pero también políticos, con los países coloreados para distinguir sus fronteras. Lo primero que me llamó la atención, al ver el de Asia, fue comprobar que China y Japón no tenían nada que ver con lo que yo había imaginado. Tal vez por la sonoridad de las palabras, aquel rapaz había llegado a la conclusión de que China era una nación chiquitina y no aquella monstruosidad de color amarillo que manchaba la página. O que Japón era un gigante en superficie, cuando en realidad se trataba de un archipiélago más pequeño que España.

Estuve tantas horas mirando aquel atlas que la Ma me regaló otro igual, aunque actualizado y con cubiertas verdes, y también otro más, estadístico y de tapas azules, en el que podías comprobar la población, las mayores ciudades de cada lugar y hasta las principales producciones de su economía. Más leña al fuego geográfico.

Un día entró en casa una nueva enciclopedia, otra más, en este caso el Gran Diccionario Enciclopédico Universal del Club del Libro. En el último volumen, después de la ‘Z’, había unas páginas cuyo colorido contrastaba en el canto con el blanco del resto de las hojas. Eran más mapas, algunos muy detallados, con los que recorrí el mundo entero mientras pasaba el dedo por encima. Me detenía en las ciudades de más de un millón de habitantes, señaladas con un círculo negro dentro de un cuadrado transparente, o en los estrechos turcos y sus islas de nombres que me divertían muchísimo. Me encantaba buscar depresiones, como la del Caspio o el Mar Muerto, que estaban señaladas con un verde intenso y una leyenda con su profundidad en metros bajo el nivel del mar.

¿Cuántas veces pude cruzar el Canal de Panamá, de Colón a Balboa? ¿Cuán a fondo exploré las repúblicas de la URSS, durante y tras el colapso soviético? ¿Cuánta felicidad podía caber en ese acto de perderse entre los dibujos de tierras y mares?

Si me paro a pensar, aquello sólo me sirvió para que siempre acierte las preguntas de geografía en el Trivial. Pero, ah, si supierais lo que han viajado estos ojos y estas manos…

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