23/05/2024
 Actualizado a 23/05/2024
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Muchos dirán que solo viajan por el placer de regresar. Hay una felicidad singular en la vuelta a casa, una satisfacción indescriptible que se siente únicamente en los primeros minutos recorriendo el pasillo, al dejar las maletas en la habitación y adueñarse de nuevo de la forma en el sofá. Es un lapso casi mágico durante el que nuestra casa parece más grande ante una mirada desacostumbrada al paisaje cotidiano de los días que jamás se recuerdan. Uno llega a un hogar diferente, deformado por el prisma de la distancia y las experiencias nuevas, en una interesante enajenación transitoria que disfrutar rápido porque enseguida desaparece.

A las casas vacías durante los viajes las transforma la ausencia. Nada tiñe más un lugar que quien lo habita. Cambia el tono de las cortinas, la intensidad de luz que se cuela por la ventana, la cadencia exacta del reloj de pared y hasta las habitaciones huelen ajenas. Canta Carlos Goñi aquello de que «siempre se lleva el aire el que se va» y eso sucede con unas estancias asfixiadas por el vacío. Durante unos instantes nuestra casa es otra pero no la de otros. Y quizá sea una venganza por haberla abandonado de una forma tan abrupta. Al llegar al hogar uno es capaz de leer en los detalles la historia del día en que partimos. Los objetos nos invitan a regresar a la rutina para escribir juntos el capítulo siguiente. «Una casa es el lugar donde uno es esperado», sentenció sobre este asunto Antonio Gala. 

No llego a tanto de querer viajar por el gustazo que da volver, pero se lo recetaría a todo aquel que quiera valorar su lugar en el mundo. Si regresa y no siente ese chispazo feliz debería partir de nuevo. Escribió Wenceslao Fernández Flórez que «cuando los hombres buscan la diversidad viajan». No la busquen en las ideologías ni en las consignas. Viajen y vuelvan diversos y aprendidos, aunque ni siquiera perciban cambios. A lo mejor es eso. Nuestra casa espera y parece otra porque al regresar no somos los mismos.

 

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