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Cervantes, Luis Mateo y Taylor Swift

03/06/2024
 Actualizado a 03/06/2024
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Atravesé las entrañas de Madrid por los agujeros de gusano que llevan de un lado al otro de la ciudad. Madrid, bajo varias capas de piel, entre las vísceras humeantes, terrosas y férreas, permite evitar las distracciones del mundo superficial, las luces del mundo global, y, sobre todo, el tráfico feroz. Permite hacer de la ciudad un paréntesis metálico, de tal forma que ese viaje al inframundo es para muchos viajeros un motivo de rara felicidad, una forma de burlar las tentaciones, antes de alcanzar la paz del hogar al otro lado. Cuando te percatas, Madrid ha quedado atrás. Ha dejado de existir para nosotros. Se ha esfumado, sin ofrecer uno sólo de sus encantos. Y entonces los trenes de cercanías, en el formidable laberinto de este sistema circulatorio, se aproximan quejumbrosos al extrarradio de la gran urbe, donde las vías entrelazadas se simplifican, donde engordan los polígonos con sus naves industriales, cuidadosamente idénticas y despersonalizadas. Los trenes supuran cansancio a la caída de la noche.

Y así fui llegando a Alcalá, con algún contratiempo coyuntural (una avería inexplicada, resuelta, eso sí, en pocos minutos), sería a la altura de Vicálvaro, si la memoria no me falla. Desde allí, no se escuchaba a Taylor Swift, que a esa hora arrasaba con lo suyo en el Bernabéu. Sabías que estabas en otro lado del mundo, quizás en otro planeta, en otra galaxia, porque no se escuchaba a Taylor Swift. Desde las catacumbas herrumbrosas y el paisaje ofrecido por el ensamblaje de los túneles de concreto, no se tenía acceso a la voz y al brillo de esta reina de la modernidad. Pero yo iba a Alcalá, así que mantuve el rumbo.
Había una ciudad arriba, en la que Taylor Swift derramaba su brillo, se encaramaba en la noche como diosa, porque ahora llegan los nuevos dioses, que sustituyen a los antiguos. Swift como una religión.

Ejecutando su milimétrico espectáculo, incendiando la noche, ante un público devoto que repetía como en una inmensa letanía las letras de sus canciones, como una oración salvadora, como una forma de separarse de este mundo en llamas. Swift ofreciendo su liturgia, porque el sentimiento de pertenencia llena nuestras vidas en tiempos apocalípticos. Swift salvándonos y quizás salvándose, abrazando el cuerpo incandescente de la noche de Madrid. No hay héroes, ni milagros, sino dioses en los que, por lo visto, hay que creer sin dudarlo (eso no ha cambiado). Dioses que tienen millones de seguidores en las redes, una rara arquitectura virtual del universo contemporáneo en la que estamos atrapados, como un laberinto probablemente sin salida. Pero Swift ríe sin cesar, trae la buena nueva, su presencia salvadora, los políticos de su país, al parecer, confían en que convenza a los jóvenes, sólo con su halo, con su aura, con su presencia. No les hace falta explicar mucho más. 

Entonces, en las entrañas de Madrid, entre el chirrido férreo de los cambios de vía, en el viaje por el agujero de gusano, no se escucha a Taylor Swift. No puedes tener acceso a esa atmósfera superior. Es como estar privado de la presencia salvífica, de la inspiración sanadora. Los trenes serpean sin una sola concesión a ese mundo en superficie. Pero, poco a poco, mientras los polígonos se suceden con monotonía, mientras loa depósitos de camiones dormidos, rigurosamente alineados a la espera de que rompa el alba, quedan atrás, Alcalá se aproxima, y esa belleza cervantina sustituye un poco a la pérdida irreparable de Swift, a nuestro fracasado sacerdocio ‘swiftie’.

Llego a Alcalá para un congreso de literatura irlandesa, en el hermoso edificio del rectorado cisneriano. Los jóvenes y algunos turistas inundan los parterres de la plaza, porque la temperatura empieza a ser soportable a estar horas tardías. Escucho que, en Madrid, Taylor Swift dice, en español, «Encantada de conoceros». Y ahí empieza la gran comunión, la gran liturgia salvadora. En un informativo (o quizás lo leí al día siguiente), un devoto seguidor asegura que «ni en el fútbol he visto un fenómeno tan impresionante». El fútbol, ya se sabe, es hoy la medida de todas las cosas. La masa enfervorizada. Las consignas. La sensación de pertenencia. El anclaje necesario. Es fácil, en tiempos de eslóganes y frases para la galería. El fenómeno consiste, sobre todo, en esa celebración colectiva, en la suma de la gente, como se suman los seguidores en las redes. Masa. Multitud.

Pero, en el fondo, siento que no tendré la bendición de Swift. Por viajar por las entrañas de la tierra. Por evitar las luces de la ciudad. Por preferir el inframundo. Al día siguiente, entre charlas de diverso pelaje, descubro que la presencia de Luis Mateo Díez todavía está muy viva en el edificio noble de la universidad de Alcalá. No hace muchas fechas que recibió el Cervantes, y, en la sala que el museo Luis González Robles tiene en este hermoso lugar, descubro casi por azar una elegante exposición que homenajea a nuestro escritor. Allí está todo Luis Mateo. Más de lo que podría imaginar. Bajo el nombre de ‘Vivir contando’, y comisariada por Jesús Marchamalo, la muestra se descubre pronto como un territorio de nostalgia y liberación. Como un lugar protegido y protector. Entrar en este recinto supone, sobre todo para los devotos de Luis Mateo como yo, un pasaporte hacia el paraíso. Así que, aunque no logré alcanzar el cielo y los brillos eléctricos de Taylor Swift, condenado por los dioses de la red de cercanías a viajar exclusivamente por las entrañas de la ciudad, sin embargo, esta visita a la exposición en homenaje al último Premio Cervantes fue para mí una forma de reparación. Un manera de salvarme. 

Esas fotos de Luis Mateo con su familia, esa calidez doméstica de aquellas instantáneas, esa mirada al interior del escritor. Los testimonios de otra época. Los premios. Los objetos cercanos. Ahí están, en fotos que mantienen una energía insuperable: Luis Mateo, su mujer Margarita y sus hijos Gonzalo y Jaime. Luis Mateo asomado al balcón de la Plaza Mayor de Madrid, donde también se escribe su historia. El tiempo avanza sobre este delicado viaje biográfico, transita entre obra y obra, va transformado al personaje y también nos transforma a nosotros, sus apasionados lectores. Aquí estoy, contemplando en un panel el recuerdo fundacional de ‘Claraboya’, con los nombres de Ángel Fierro, José Antonio Llamas, Agustín Delgado, y, por supuesto, Luis Mateo. Los milagros literarios de provincias, que dirían algunos. Y sí, me siento bendecido. Recompensado en el silencio, tras no acceder al paraíso de Swift. Asciendo a este cielo cervantino, in extremis. La mañana en Alcalá es hoy intensamente azul. 

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