En su titánica tarea por intentar poner un poco de humanidad ante el avance de la tecnología, sociólogos de todo el mundo desarrollado han decretado el surgimiento de una nueva etapa en el llamado ciclo de la vida. No sólo tiene que ver con la propagación del lenguaje políticamente correcto, por el que primero se nos empezó a prohibir llamar viejos a los viejos y ahora tampoco nos vale ya la expresión «tercera edad», sino con los cambios sociales que, como en casi todo lo demás, han terminado por mezclarlo un poco todo, provocando que la adolescencia cada vez empiece un poco antes y la madurez llegue cada vez un poco más tarde. La horquilla se va ampliando hasta atraparnos prácticamente a todos, de modo que cada vez es más habitual encontrarse a niños hablando como adultos, con esa arrolladora contundencia a la hora de opinar de quien aún no ha sufrido las consecuencias de contradecirse a sí mismo, y, al mismo tiempo, a adultos sufriendo problemas que, al escucharlos, resultan en ocasiones tan infantiles que más que problemas parecen pataletas. Antes cometían el error de querer ser niños y adultos a la vez, según conviniera en cada caso, pero ahora parece que tenemos que ser también un poco de todos los estados intermedios, lo que resulta tremendamente cansado y explica que, por otra parte, los sociólogos, tan dados a bautizarlo todo sin que nadie se lo pida, apunten también a la llegada de una nueva era: la era del cansancio. Cansancio del malo.
Harán tesis doctorales sobre los motivos de esta nueva macedonia de etapas vitales, la volatilidad del empleo, la dificultad del acceso a la vivienda, los nuevos modelos de familia, la renuncia a asumir responsabilidades, el aumento de la esperanza media de vida y demás temas grandilocuentes para debates de todólogos, pero resulta evidente que crece de forma alarmante la llamada «mediana edad», esa en la que, a mi pesar, me incluyo y que se caracteriza por ser quien termina pagando los descuentos de los que disfrutan los jubilados y los jóvenes que marcan el principio y el fin de este conglomerado de generaciones, sin ir más lejos y por ejemplo en el precio de los billetes de tren. Por disfrutar un poco del nuevo escenario, yo también aprovecho para viajar por la montaña rusa de las edades, vuelvo al carácter del patio, aquel recreo de macarras, y creo que al próximo que me diga que pertenezco a la «mediana edad» lo reviento.
El infantilismo de los adultos y la madurez de los críos se aprecian de forma cristalina en los listados que presentan los partidos a las elecciones europeas, otra cita más con las urnas en la que los leoneses de todas las edades nos jugamos, aunque por el ruido no lo parezca, mucho más que en las elecciones catalanas. En la combinación de candidatos resabiados y otros por resabiar se mezclan con total naturalidad el acné y la menopausia, unos cobrándose favores, otros disfrutando del hueco que dejan las venganzas, disfrutando todos del premio que les brinda su partido, con ganas de cambiar el mundo aunque tenga que ser empezando por Europa, en algunos de los casos, y, en otros, buscando directamente un retiro dorado entre cerveza y mejillones. Si, como dicen, los partidos de verdad están preocupados por el desapego ciudadano hacia estas elecciones, por su incapacidad para trasladar a sus electorados la importancia de las votaciones del próximo domingo, quizá deberían empezar por ser ellos mismos los que se lo creyeran, enviando aEuropa a los mejores candidatos posibles en vez de volver a demostrar que las listas, en realidad, no son más que las consecuencias de sus reyertas, de sus hipotecas pasadas y futuras. Con sus lógicas excepciones, las listas a las europeas están formadas por políticos de segunda línea, perfil bajo o más que bajo, que tienen todo por demostrar o que únicamente han demostrado lealtad a sus respectivos partidos. A todo ello hay que sumar la bochornosa manía que tienen los partidos de dar una patada hacia arriba a quien en realidad sólo se quieren quitar de en medio, en unos casos para que no hereden cortijos y en otros para que, al modo de Leonor, se formen en el extranjero y se alejen durante un tiempo de las conspiraciones de palacio, para cuando les toque heredarlos por designación divina.
La situación me recuerda a una anécdota familiar durante el rodaje de ‘Luna de lobos’. Mi abuela le preguntaba todas las noches a mi tío que dónde iban a rodar al día siguiente y que qué tal les iba a los actores que ya conocía de la televisión. «¿Y el Algarrobo?», decía ella, como media España, en referencia a Álvaro de Luna. «Ya le mataron y se marchó a Madrid», respondía mi tío. «¿Y Resines?», se interesaba a continuación. «Le matan esta tarde y se va a Madrid por la mañana». Su cara se iba sorprendiendo cada vez un poco más. «¿Y Santiago Ramos?», decía, por eliminación. «Es el único que llega vivo hasta el final, así que digo yo que no se marchará a Madrid hasta la semana que viene». Sin parar en sus quehaceres, mi abuela Inmaculada se quedó pensando un rato y sentenció: «Esto del cine es la monda:según les van matando, en vez de al cielo se van a Madrid».
En la política de hoy pasa algo parecido: a los que matan sus partidos, a los que ya no les valen, a los que incordian, les ponen rumbo a Bruselas, que debe de ser algo así como el cielo de los políticos. Luego somos nosotros los que nos tenemos que dar cuenta de la importancia de las políticas europeas. Como le dijo Fraga a Rajoy cuando se lo quiso quitar de encima como presidente de la Diputación de Pontevedra: «Mariano, aprende gallego, cásate, ten hijos y a Madrid». En ‘Fariña’, dando síntomas de su pérdida de olfato por motivos más que obvios, Sito Miñanco añadía: «No creo que tenga mucho futuro allí».