En los primeros años de la democracia no todo era de color de rosa. Por ejemplo, la cosa en el País Vasco estaba muy jodida, muriendo muchas personas por las veleidades de un grupo nacionalista que quería su independencia a toda costa; otras muchas, las que tuvieron más suerte, emigraron a buscarse la vida lejos de su tierra. Por otro lado, las salas de armas de los cuarteles de las principales divisiones del Ejército, eran un hervidero dónde los nostálgicos del General que había muerto en la cama poco antes, no cesaban de imaginar (y en un caso ejecutarlo) golpes de Estado. Si el 23 de febrero de 1981 hubiese triunfado la algarada, cientos, o miles, de españoles hubieran muerto o dado con sus huesos en la cárcel. Como veis, un panorama nada alentador... Pero donde más se notaba que la cosa no andaba muy católica era en la economía. Los bancos, por ejemplo, concedían créditos, es verdad, pero los de consumo llegaban al veinte por ciento de interés. O los hipotecarios al quince... Una pareja de veinticinco años, unos recién casados, que se embarcaba en la compra de un piso sabía que no terminaría de pagarlo hasta los cincuenta y pico. Había, sin embargo, una ventaja: en un piso que les costase cinco millones de pesetas (¡un dineral!), la constructora ganaba dos y medio. Hoy, por una mierda de vivienda que puede tener un costo de diez millones, te pueden pedir, sin ponerse colorados, cincuenta... (Si queréis traducirlo a euros, hacer la cuenta. Uno no la hace porque no le sale de los ‘eggs’, pero es sencilla). Lo bueno del asunto es que el banco ‘solo’ te cobrará por prestarte del dinero un mísero seis o siete por ciento, aunque tardarás en pagar la hipoteca los mismos años que tardaron tus padres. Ya sabéis: lo que no va en lágrimas, va en suspiros. No, no hablo por hablar. En 1979, año de las primeras elecciones democráticas en cuarenta (el General llevaba cuatro ‘palmera’ alimentando a los gusanos), un piso en la calle de San Guillermo, en el barrio del Ejido, costaba un millón de pesetas. O uno en la calle Covadonga, en San Claudio, millón ochocientas. Sólo tenéis que entrar en ‘Fotocasa’ o en ‘Idealista’, para comprobar cuanto valen hoy las viviendas en esas mismas calles... Y sí, os puede dar un patatús o un parraque. Lo curioso del tema es que hoy, en León, no queda gente joven; somos una provincia de viejos y los viejos no compran pisos o coches. Sin embargo, no se para de construir, ya sea en las afueras de la ciudad o en los pueblos del alfoz. Por aquellos años, el Ayuntamiento de Villaquilambre (Villaquilambre pueblo, Navatejera, Villasinta y Villaobispo), no sobrepasaba los cinco mil habitantes, cosa que ocurrió a principios de los noventa: hoy anda en cerca de los veinte mil. Y lo mismo pasa con San Andrés o con Valverde de la Virgen. Y los pisos, en estos pueblos, han subido y subido casi al mismo ritmo que en León capital.
Pero lo que más me llama la atención son los coches. Se veían muy pocos ‘bólidos’ por la carretera. La mayoría de los que circulaban eran los que llamaban los entendidos ‘utilitarios’. 127, 124, R5 o, como en mi pueblo, R6, R18, Ford Fiesta o Escort, Citroën ZX o Xsara; algún que otro ‘alemán’ (Mercedes o Volkswagen) y poquísimos japoneses, coreanos o yanquis. Hoy sucede lo contrario: raro es el ‘utilitario’ (¡y valen veinte mil pavos!), que anda por ahí y sí muchos ‘pepinos’ de treinta, cuarenta, cincuenta o sesenta mil euracos. No hablamos de los ‘eléctricos pata negra’, porque los precios suben y suben...
Uno, que es más viejo que la orilla del río, recuerda viajes con sus progenitores en el 850 especial, cuatro puertas, motor cupé (que costó en 1969 ciento diez mil pesetas), a Madrid o a Salamanca y lo cierto y verdad es que llegabas igual que hoy, en cuatro horas a la capital, y no, no era mucho más incómodo el viajecito que actualmente.
Parece que si hoy no tienes un pepino del copón eres menos que el resto de la gente. Si circulas con un Ibiza, con un Fiesta, con un Clio o con un C3, la gente piensa que eres un pobre de manual, un tonto que no ha triunfado en la vida, como si el hábito hiciera al monje. Es lo que tiene el capitalismo salvaje que nos condiciona todos los actos que acometemos en la vida. Es lo que tiene pensar que la felicidad de uno se midiese en caballos de vapor o en metros de vivienda.
Uno, por supuesto, está hasta los ‘eggs’ de todas estas bobadas y, lo malo, es que no sabe como combatirlas. Si te callas, malo; y si te sublevas enseguida te ponen calificativos que no te corresponden: que si eres un rojo peligroso, que si estás a favor de Putin, que si eres un renegado porque no apoyas a los judíos, que miran que han sufrido (y siguen sufriendo), porque no les dejan tener el único Estado democrático en el Medio Oriente... Te conviertes, por arte de birle biloque, en un apestado, en alguien incómodo para la mayoría, en alguien que no quiere que triunfen los ‘derechos humanos’ y la ‘democracia’. No te digo lo que pensarán de ti si pones en duda la bondad del pacto de Psoe con los fascistas catalanes... Serás, sin ninguna duda, un paria, un tonto del bote, un radical de la peor especie... Es lo que da el campo. Y, lo malo, es que no seremos capaces de decir ni mu, no vaya a ser que te califiquen con un adjetivo que te marcará de por vida... Salud y anarquía.