Es imposible que, cada vez que paso por delante de la puerta principal del Teatro Emperador y veo el deterioro que está sufriendo, fruto de los años que lleva cerrado sin que se vislumbre solución al respecto, no dejen de acompañarme los recuerdos del que fuera palacio de la ilusión, en el que pude ver las primeras películas del llamado séptimo arte con la nueva técnica del cinemascope. Denominación más que merecida porque en esos años de incipiente juventud casi no conocíamos, o valorábamos, las otras artes que requerían un mayor esfuerzo en su comprensión. Para los niños, y también para el público en general, el asistir al cine suponía el encontrarte inmerso en infinidad de mundos que no conocías, ni sabías que existieran. Aunque ya esté más que recordado, y plasmado en múltiples publicaciones lo que era el cine, no por ello hay que olvidar ni comparar con lo que tanto daño le hizo, como fue la llegada de la televisión que de una manera gratuita y, sobre todo con el tiempo, ha ido adquiriendo una perfección casi inigualable, aunque las nuevas generaciones lo vean como algo normal, y con el que han convivido desde que nacieron.
No voy a enumerar la cantidad de cines que había en León, y eso que el numero de habitantes distaba mucho de los de hoy. Dejando a un lado el precio de las entradas del llamado ‘general’, en la mayoría de los otros cines, que eran más asequibles, sí recuerdo la primera vez que, junto con otros amigos de la calle, fuimos al estreno en León de la película ‘Tres lanceros bengalíes’ que, aunque estrenada muchos años antes a nosotros no nos importaba el ver a Gary Cooper de cuando era más joven (por lo menos 25 años antes) batirse el cobre en la aguerrida India en su lucha por la independencia con los británicos colonialistas entonces. El Emperador era majestuoso (aunque hoy se encuentre en desuso desde aquel 31 de octubre de año 2006), con esas escaleras que daban acceso al piso principal, donde nadie te quitaba de ver, cosa importante en los años de la niñez, y donde se encontraba el ‘ambigú’ el cual era muy solicitado en los tiempos en que las películas tenían el descanso a la mitad, que se aprovechaba, además de para tomarse una consumición (quien tuviera dinero para ello), sobre todo para echar un deseado pitillo, antes de su prohibición, lo que convertía el vestíbulo en un verdadero fumadero desconociendo la malo que sería en el futuro. Pero el vicio era el vicio, y la inconsciencia estaba patente desde el momento en que se anunciaba la interrupción de la película, y la mayoría de los fumadores salían con el pitillo en la boca y el encendedor en la mano, para no perder tiempo. Tenía, aproximadamente, 1.225 localidades –creo haber leído– entre las tres plantas: Butaca de patio, principal y el denominado Gallinero, que con el tiempo fue condenado por el riesgo que suponía la inclinación de las citadas localidades en una altura considerable. Durante este tiempo ha habido diferentes promesas de uno y otro signo, pero por unas y otras causas, ahí sigue, como escribí en otra ocasión, pasando de ser Emperador a vasallo si nadie lo remedia.