05/12/2024
 Actualizado a 05/12/2024
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Las generaciones de la postguerra y del boom económico que llegó, no se sabe cómo, a finales de los cincuenta y durante todos los sesenta, no tendrían sentido sin el cine. El cine fue la válvula de escape para soportar una vida heroica, una vida que se desarrollaba entre los estrechos márgenes que permitía un régimen obscurantista y una pobreza que perseguía a casi todas las familias de aquella España en la que los ‘militronchos’ y los curas eran los putos amos. Uno, que nació en el cambio hacia un desarrollismo muchas veces incontrolado, empezó a ver cine en el segundo piso de la tienda de Elías, la que utilizaba como almacén, con las proyecciones de la máquina de Goyo Boixo y que manipulaba Abilio Avecilla, el hombre que me dijo, hace muchísimos años, una frase que me pareció demoledora y que uno aplicó a conciencia a lo largo de su vida: «Hombre de muchos oficios, hambre segura». Íbamos todos los críos del pueblo a ver las películas, la mayoría del oeste y de romanos. El precio, según me informó Pablo, el hombre que más datos tiene de lo sucedido en Vegas durante el siglo XX, era casi simbólico, una peseta, y nos quedábamos ‘averados’ mirando para la sábana que hacía de pantalla, viendo a los del Séptimo de Caballería matar indios o a los gladiadores luchando para conservar la vida. Cuando a los nueve años mis padres me mandaron a estudiar al ‘manicomio’ que regentaban los Maristas en la calle Álvaro López Núñez, mi vida cambió por completo, para bien y para mal. Una de las cosas que más recuerdo (y con más cariño), eran la pelis que echaban en el cine que tenían (enorme, una barbaridad), que se encontraba en el segundo piso del colegio, al lado de los dormitorios de los internos. Los domingos había dos sesiones: a la primera, a las cuatro de la tarde, acudían los internos del Champagnat, el colegio donde estudió Feijóo y que estaba en la Carretera de Asturias, los del Seminario Menor y los de los Jesuitas, y a la de las siete, los internos del propio colegio. La primera peli que vi allí, a los nueve años, fue ‘Ivanhoe’, y la segunda, ‘El mestizo’. A estas siguieron cientos más, algunas inolvidables, como ‘2001, una odisea en el espacio’ o ‘La leyenda de la ciudad sin nombre’. Nunca agradeceré lo suficiente al hermano Emilio, alias ‘El Coco’, todo lo que nos enseñó: aprendimos a amar al cine gracias a él. Cuándo el hermano Tomás, por mal nombre ‘El Oso’, decidió que en el colegio sobrábamos uno de los dos, él o yo, y me tuve que marchar yo (no iba a dejar al colegio sin uno de sus estandartes), la pasión por el cine no hizo más que continuar. Como la economía estaba como estaba, chunga, no íbamos a ver los estrenos en el Emperador, sino que esperábamos  para que los proyectasen en el Lemy, en el Condado, en el Azul o en el Trianón, a precios mucho más asequibles, quince pesetas de los años setenta. Uno, que entonces era mucho más sensato que ahora, tenía dividida la paga semanal como si fuese un judío: de las cien pesetas que me daban mis padres para pasar la semana, quince eran para ir al cine, otras diez o así para comprar un libro de los de la Colección Reno, veinte para tabaco (un paquete de ‘Celtas’ costaba cinco pesetas), otras veinte para el coche de línea y el resto para tomar algo con los amigos del instituto o para jugar al billar o al ping pong en el Pocachicha o en el México. El cine era sagrado. Pasase lo que pasase, una vez a la semana había que ver una película o dos, si ibas a la sesión doble del Trianón. En estas condiciones, vi películas como ‘Serpico’, ‘Dos hombres y un destino’, ‘La gran evasión’, ‘French connection’ o ‘La mitad de seis peniques’. Y, aún a riesgo de ser un abuelo cebolleta cualquiera, llegamos al cine actual: de vez en cuando surge una obra maestra, casi siempre firmada por el mejor cineasta de los últimos cincuenta años, Clint Eastwood. También puedo incluir alguna de Tarantino o de Scorsese y alguna del cine francés. Lo demás, un páramo, sobre todo las españolas, que, en su mayoría, no tienen un pase, empezando por Almodóvar, el director más sobrevalorado del mundo, y acabando con Amenábar, otro que tal. Recuerdo una pregunta que le hicieron a Orson Welles; le pedían que nombrase a los tres mejores directores de la historia del cine y el autor de ‘Ciudadano Kane’, no dudó: John Ford, John Ford y John Ford. Con esto quiero decir que la edad de oro de séptimo arte acabó en la misma década que uno nació. Todo lo demás, desde entonces, es un quiero y no puedo, salvando, como dije antes, a Clint Eastwood, que lucha contra corriente para recuperar la esencia. Pero en esta época estúpida, dónde prima el sectarismo, la ‘elite’ de la intelectualidad consideran a Eastwood una especie de reliquia, un trasnochado, porque apoya a Trump... Con lo que uno no puede dejar de preguntarse qué tienen que ver el culo con las cuatro témporas... El cine, a los de mi generación, nos abrió el mundo, talmente como hicieron los libros, al mismo nivel. Era, en fin, otro mundo, otra sociedad que, ¡manda cojones!, era mucho más libre que la actual. Salud y anarquía.

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