Si eres ciudadano español y vives en España, ya te habrás percatado de que nuestra economía ‘no va bien’, y por lo tanto, el resto del sistema flojea. España es el tercer país con mayor tasa de pobreza y/o exclusión, por detrás de Rumanía y Bulgaria -son cifras de Eurostat publicadas el pasado junio-. Ocupar el tercer puesto en este ranking es decepcionante y deprimente, y el resultado, entre otros motivos, de que la renta per cápita española lleve estancada desde 2007. Esto es algo que no sucede en otros países de la Unión Europea. En Polonia, por ejemplo, la renta de los últimos quince años se ha duplicado, mientras tanto, en España alguien se ha debido dormir y no ha desempeñado ‘sus funciones’. Semejante abulia o vaguería ha provocado una caída y empeoramiento de los estándares de vida, y nadie ha propuesto una solución. Resulta de una ilógica aplastante este parón de quince años, teniendo en cuenta que desde la aparición de la Revolución Industrial, lo normal es que los estándares de vida de un país desarrollado aumenten cada año, y transcurridos quince, veinte, o treinta años haya una mejora importante y el progreso aumente. Pero aquí, en lugar de cuestionarse qué ha fallado y optar por una solución, los problemas se han parcheado, intentando justificarlos con discursos conformistas que ocultan la situación general del país.
Incluso una cadena de televisión española recogió datos de la OCDE intentando mostrar que las familias españolas cuyos ingresos anuales se situaran entre los 11.500 euros y los 30.400 euros anuales pertenecían a la clase media, aquellas que ingresaran más de 30.400 euros anuales podían considerarse de clase alta, y las que ganaban 11.500 euros anuales, o menos, pertenecían a la clase baja.
Decir públicamente que quien ingresa más de 30.400 euros anuales pertenece a la clase alta resulta una tomadura de pelo, o no ha visto un gráfico en su vida y vive en ‘Legoland’. Porque a la OCDE también le incomoda establecer de manera rígida estas etiquetas. En gran medida, la mayoría de la población se identifica como clase media porque resulta doloroso ser consciente de las propias limitaciones y carencias; pocas realidades son idílicas. Se han establecido unos cánones no escritos donde todo parece estar bien aunque nadie mueva un hilo. Interesa crear una sociedad donde nadie se sienta marginado o en el margen social, pero esto no se consigue con estadísticas que metan en tres sacos a personas de procedencia muy distinta. La exclusión y la pobreza y la ‘clase baja- muy baja’ existe. En realidad no hay un consenso que trace la línea entre la clase baja, la media y la alta. La OCDE intenta clarificar los criterios que determinen en qué estrato social se sitúa cada persona según sus ingresos, aplica métodos estadísticos para analizar la mediana de la renta en cada país y a partir de ahí, divide a la población en dos mitades: la mitad que gana más que la mediana y la mitad que gana menos. Esto significa que, en promedio, la mitad de los españoles gana más de esa cantidad y la otra mitad, y con estos datos define los rangos de cada clase social. Entonces quien tenga unos ingresos anuales por debajo de los 11.395 euros pertenecerá a la clase baja; quien ingrese entre 11.395 y 30.386 euros anuales se denominará clase media, y quien supere los 30.386 euros anuales será considerado clase alta. Aunque estos valores se basan en la mediana de 2019, y hayan variado conforme a la evolución económica del país, la inflación y las reformas salariales, la realidad es otra, y muy diferente. El sentimiento de pertenencia a una clase social depende de los ingresos y de los gastos. La percepción de clase no es tan subjetiva; factores como un alto nivel de vida, de educación, un entorno soioeconómico favorable, el lugar de nacimiento, ser hijo único, las expectativas individuales o la capacidad de esfuerzo puntúan doble.
Alguien que viva en Madrid o Barcelona, con vivienda propia o de alquiler, donde el metro cuadrado se encarece cada año, aunque ingrese 37.000, 57.000 o 97.000 euros anuales, no pertenecerá a la misma clase social por más que la OCDE intente encajarlos. Interesa conocer más datos: si está soltero, en pareja, casado o si tiene hijos. Tampoco es lo mismo ingresar 100.000 euros y tener un hijo, que tener dos, tres o seis. Algo no va a cambiar: «De ninguna manera perteneces a la clase alta». Ahora, si esa persona decide vivir en una pequeña ciudad de provincias, o en un pueblecito, esos 37.000 euros darán más juego, pero intentar autopercibirse como miembro de la clase alta, no es una realidad, sino una ilusión.
Cuando Calderón afirmó que la vida era un sueño, acertó de pleno. La clase alta vive su propia realidad, tiene servicio personal 365 días, conduce vehículos de alta gama, no entiende que ‘las vacaciones de verano solo sean para el verano’; el año tiene muchos días y ellos tienen más tiempo libre que esa clase alta falsificada, vuela en clase premium, se aloja en hoteles de 5 estrellas y renueva su vestuario y la decoración de su casa cuando siente ansiedad o estrés. Ganar más de 30.400 euros anuales es una franja sin un límite establecido. En realidad, hay unas costumbres que siempre han diferenciado a la clase alta. Y la clase media y la clase baja soportan una realidad diferente. La clase media ya no es ni real ni ficticia, navega en un mar de contradicciones, se debate entre el ‘yo tengo, yo soy’, o ‘yo me hipoteco, para ser algo, y en realidad no soy nada’. El bienestar social se ha desintegrado. La realidad supera la ficción, la realidad se transforma en ficción y las cuentas no salen. La solución para dar el salto a una clase alta, segura de sí misma, pasa por instruirse, informarse, no dejarse manipular, reflexionar y ser menos dóciles. Solo entonces se avanzará como una sociedad realmente verdadera para todos.