Una DANA golpeó la pasada semana nuestro país con fuerza, tras la última ola de calor que puso a prueba nuestra resistencia. El virus de la turismofobia, altamente contagioso, se propaga por toda la geografía en un mes en que la saturación, las colas para casi todo o la falta de aparcamiento son el pan de cada día en la mayoría de nuestras ciudades.
Sin embargo, el virus que ha llevado a la OMS a declarar la emergencia sanitaria internacional no es ese, sino el de la viruela del mono. Parece que la variante que ha hecho saltar las alarmas ha emergido en la República Democrática del Congo es más virulenta, con más capacidad de transmisión y mortalidad que las conocidas hasta ahora.
Indican los expertos que la vacuna reduce contagios y la gravedad de la enfermedad una vez contraída. Se empieza a hablar de tomar medidas de prevención, de establecer protocolos de actuación y más términos que hacen revivir los fantasmas de la pasada, aunque aún no superada, pandemia.
Otro patógeno descontrolado es el odio desencadenante de las guerras, con nuevos ataques y escaladas de violencia que no auguran un final.
Entre tanto, al menos media España disfruta de sus vacaciones estivales, o lo intenta, mientras el resto intenta llevar lo mejor posible el día a día.
Sol, playa, piscina, montaña, vida rural, fiestas o grandes festivales son algunos de los planes para evadirse. Desconectar de la realidad unos días no soluciona los problemas, pero sí permite tomar oxígeno y reponer fuerzas.
Esto siempre es conveniente porque nadie sabe si lo que nos espera es tan apocalíptico como lo dibujan los más catastrofistas, de color de rosa como quieren creer los más optimistas o una realidad intermedia entre ambos extremos.
Es innegable que la incertidumbre flota en el ambiente que respiramos. Demasiadas cosas se escapan a nuestro control o son llevadas al límite en exceso.
Por una o varias de estas razones, siendo realistas, existe una alta probabilidad de que en algún momento se produzca un colapso.