Cristina flantains

De cómo Lucy Law se enamoró

14/02/2024
 Actualizado a 14/02/2024
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Luci Law lo tenía siempre todo claro, además de poseer un carácter equilibrado que le permitía proyectarse muy bien en su entorno, aunque sin llegar a ser tan atorrante como un amado líder. Era de esas personas con las que siempre se cuenta porque su eficacia y prudencia elevaba cualquier situación en la que se veían envueltas. Hay que decir también que era guapa, con un gesto amable y unos rasgos perfectamente equilibrados. Por descontado, fue una buena estudiante, sin llegar a la excelencia, lo que tampoco habría sido necesario en un momento en el que lo que se premiaba era la mediocridad. Se graduó en Bioquímica, que no es que tuviera mucho futuro en su ciudad, lo que no impidió, gracias a su inteligencia práctica, que la contrataran en los únicos laboratorios farmacéuticos existentes, un trabajo bien remunerado y entretenido para disfrutar de una larga y cómoda vida laboral. 

Las primeras veces que salió con chicos no lo notó, embebida en el fragor de la conquista (juego de estrategia que le pareció divertidísimo) y entregada de lleno a los placeres de las primeras experiencias sexuales. No notó en absoluto, ni echó de menos, la ausencia del enamoramiento, como no podía ser de otra manera puesto que no estaba previsto en su naturaleza. A pesar de la gran ausencia, había diversión en la planificación y naturalidad en su comportamiento. Se dejaba llevar. Chica mona y lista que busca chico que busca chica mona y lista, una ecuación que satisfacía todas sus inquietudes. Si no llega a ser por su tendencia analítica, intrínseca a su carácter, y entrenada en la carrera universitaria, posiblemente hubiera vivido toda la vida sin que a nadie le importase. Pero esa obsesión por comparar, sopesar, seguir el hilo conductor en busca de la verdad, sin límites, era su seña de identidad. 

Pasada con holgura la liosa adolescencia y la primera juventud y sin preocuparse mucho de por qué se le había excluido del don, o de la maldición, del enamoramiento, pero, por si pudiera tener consecuencias en el transcurso de su vida, lo sometió a examen aplicando un plan inspirado en el método que mejor conocía: el científico. 

Analizó la situación y se documentó concienzudamente. Identificó los síntomas, ridículos algunos: carne de gallina, suspiros, ojos brillantes, pupilas dilatadas, sonrisa bobalicona, facilidad para la risa y para el llanto... reconociéndolos en su propia experiencia con alguno de sus amantes. Hizo trabajo de campo a fondo, sentándose largas horas en algún bar o en algún parque, observando y escuchando a parejas de enamorados. Visionó todo tipo de películas y acabó de saciar su sed de conocimiento sobre el enamoramiento leyendo: ‘Tratado del enamoramiento’, de Ramiro Pinto o ‘Bioquímica del amor’, de Vilma Pinzón, entre otros; también revivieron en aquellos días Bécquer y Santa Teresa, romanticismo y misticismo a partes iguales.  

Se quedó impresionada del poder del enamoramiento, pero fue incapaz de comprenderlo. Concluyó que para vivir y, lo más importante, para vivir bien, no era necesario estar o haber estado enamorado, incluso, que podía ser conveniente no estarlo. Pero no se le quitaba de la cabeza esa euforia intensa que permitía estados de plenitud tan potentes, igual en la dicha que en la desdicha. Sabía que se podía vivir sin enamorarse, pero Luci sabía también que se podía sentir cariño por los hechos bondadosos, apreciar la belleza de las cosas bonitas, querer a sus amigos, a sus parientes, claro que sí, pero qué habría más allá. Quería saber qué se sentiría.  A pesar de que el hecho teórico del enamoramiento le parecía ridículo y de que había tomado la decisión de que no le convenía de ninguna manera, no era capaz de sobreponerse a la curiosidad.

No estaba muy segura de que fuera solamente una mera cuestión química, aunque casi sí o muy determinante. No le parecía que fuera solo cuestión de dos personas, aunque dado el modus operandi característico de la naturaleza, dedujo que sí era lo más indicado. En ningún momento se planteó el aspecto ético de la cuestión, ya que el hecho carecía de la simple dualidad de discernir entre el bien y el mal aún a pesar de su trascendencia.

Planeó una fórmula química que, poco a poco, fue ajustando hasta tenerla perfeccionada. Según todos sus cálculos, una vez inyectada, no tardaría en producir el efecto deseado. Proyectó un escenario aséptico en el que no interviniera otras personas porque concluyó que sentirse enamorado era independiente del objeto sobre el que proyectar el amor. Sentiría, por fin, lo que supone estar enamorada, esa fuerza contundente, ese éxtasis, fuera de todo influjo ajeno a su propia humanidad. Se alojó en un cuarto de un viejo hotel. Una cama, una mesa, una silla y una puerta que daba paso a un pequeño aseo. Sobre la mesa, una cuartilla en blanco y bolígrafos en abundancia. 

Citó en el hotel a su amiga y compañera de trabajo Carol y, sin entrar en demasiados detalles, le comunicó su retiro, más bien encierro, que duraría exactamente una semana, tiempo en el que la fórmula del enamoramiento habría hecho efecto. Nada más cerrar la puerta tras de sí, resonaron en sus oídos las últimas palabras que oyó, «¿Estás segura?», a lo que ni siquiera contestó, ansiosa como estaba, de clavar en sus venas el veneno que movía el mundo.

Lo cierto es que bien podía haber sido la mesa, la cama, las perchas del armario incluso sus propios zapatos, pero fue de una silla, adorada, suave, única, perfecta a pesar de sus imperfecciones o quizá por ellas... ¿por qué ella y no otra? ¿Quién lo sabe? 

Y sobre la mesa, los folios escritos, uno detrás de otro, como la retahíla del alumno castigado, repitiendo insistentemente, una y otra vez, la consigna de Machado que, como un soniquete, resumía tanto y tan bien aquel estado:  

«Todo amor es fantasía:

él inventa el año, el día,

la hora y su melodía,

inventa el amante y, más, 

la amada. No prueba nada

contra el amor que la amada

no haya existido jamás».

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