Nace esta columna en el tramo que une el día más corto del año con la noche más larga. Empieza en la orilla en la que aún es otoño, aunque sus últimas líneas nacerán en invierno, al otro lado de la noche y ya cruzado el solsticio, ese momento mágico en que ‘el sol se detiene’, quizá este año más cansado que nunca y con pocas ganas de reanudar el paso. Un sol que viene exhausto de marcar máximas y harto del humano que las provoca, tan incapaz de estarse quieto, aunque sólo sea un momento, para ser solsticio y admirar la cencellada, para barrer el patio, apagar fuegos y sacar la bandera blanca en todas sus guerras, especialmente en esa que nos tiene mirando el Belén de reojo a ver si todo está en orden, si el pastor sigue teniendo un camino de harina, un zurrón con comida a la espalda y un rebaño pastando plácidamente en el musgo. Si se vino abajo el establo, lo que brilla en el cielo es la estrella que conduce al pesebre y lo de Herodes matando niños sigue siendo un cuento inventado hace siglos para rellenar un libro.
Uno duda qué menú servir en una fecha tan señalada y de qué hablar en un día al que llamamos noche desde que amanece, convertido en sala de espera de esa Nochebuena de doble cara, tan dulce como amarga, tan temida como celebrada. Una fecha de extremos en la que todo lo gris se hace negro, la nostalgia pesa más que nunca y la soledad es plomo para los que no tengan con quién celebrarla. Y lo peor para ellos es que la sociedad penaliza, exige que la balanza se incline hacia un solo lado y que todos veamos la botella de la falsa alegría medio llena porque, como dijo Juan José Millás hace días, «se está perdiendo el derecho a la fragilidad». Algo agravado en estas fechas en que se debe ser feliz casi por decreto y a golpe de calendario, llenarnos la boca de risas, consumir y no ser aguafiestas, que el gasto en lucecitas hipnotizantes parezca que sirvió para algo. Y María, la de todos los años, la que podría ser cualquiera, la que celebraba la Navidad a golpe de zambomba y villancico con su Mariano y los niños, ya no intenta entender esta Navidad tan histriónica ni sufre la contaminación lumínica porque ni asoma a la calle. Hace años que no tiene más lazos afectivos que los que cosió en los extremos de la toquilla y se anuda primorosamente haciendo una lazada cada mañana. La vida no pasó en balde ni fue amable con ella, hace tiempo que la soledad le duele más que los huesos porque los hijos le salieron descastaos, el compañero de viaje se apeó en aquella estación tan triste y la vecina que tocaba con los nudillos a la puerta, un mal día de otoño dejó de hacerlo. Con lo caliente que resultaba aquel repiqueteo con el que sólo llaman los amigos, la familia y las personas queridas. En su pequeño mundo nunca hubo timbres y reconocían quién llamaba como si las manos hablasen. Ella, como tantos mayores, no es culpable de su soledad ni está para fingir alegrías navideñas, ni deberíamos pedirle tal esfuerzo. Ellos son las víctimas del giro que dieron las cosas y del aislamiento social que hoy sufren los que un día eran merecedores del máximo respeto y presidían las mesas navideñas. Vejez y soledad son dos palabras que por ley debería prohibirse que se agarren de la mano y vayan juntas a ninguna parte.
Por desgracia, no se necesita ser viejo para sufrir soledad no deseada. Estos días en que vamos atropando frases bonitas para felicitar las fiestas y se evita hablar de tristezas, me parecen importantes las palabras de Millás antes citadas, reclamando su derecho a ser frágil, aunque sea por puro egoísmo. «No podemos perder a los desamparados de este mundo, a los huérfanos, a los desabrigados, a los inermes. Los necesitamos tanto como ellos a nosotros… Y digo nosotros como si yo mismo me incluyese entre los fuertes, pero me fragilizo con frecuencia y no lo hago con sentimiento de culpa». Tan poco culpable como cualquiera a quien se le haya atravesado la vida y pase esta Nochebuena solo, sin desearlo. Cuántos necesitarán hoy que se les abra una casa, con más necesidad de calmar la soledad que el hambre y cuántos se alegrarían de que unos nudillos llamen a su puerta. Pensando en ellos, hoy debe ponerse el horno a mínimo y el fuego lento, escribir más despacio y menudo que nunca y colocar las palabras en bandejas, entre polvorones, higos y peladillas, por si alguien llamara. Sea quien sea, será un amigo. Ojalá esta noche todo el que tenga una soledad que pesa, sea capaz de ponerse rumbo a una casa donde no ha sido invitado. Rumbo a un amigo, un familiar, un vecino o esa persona que vino de repente a la cabeza y toque con los nudillos a su puerta. Ojalá ocurra lo contrario y quien sepa de una soledad vaya a su encuentro sin invitación alguna y arranque la cerradura si hace falta. Seguro que en ambos casos, para quien está y para quien llega, sea el mejor regalo navideño. Estamos a tiempo de hacer el experimento.
Feliz Navidad al mundo, sin excepción alguna. Entendiendo por felicidad, ‘Salud y Calma’.