01/03/2025
 Actualizado a 01/03/2025
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La cosa va del espacio estos días. Como si no fuera suficiente la maltrecha Tierra, pegamos la cara a las pantallas para ver despegar un cohete que va un poco lento desde el sofá de casa. Y desenfundamos los polvorientos telescopios para echar un vistazo al desfile de planetas que nos hacen confirmar lo que ya sospechamos: somos partes infinitesimales. Somos tremendamente diminutos.

Pero como la alineación de planetas no tiene firmado un contrato con Amazon y Mediaset y por mucho que me fastidie no haber visto nunca los anillos de Neptuno, no puede pasar una semana sin escupir, tragar, regurgitar parte de la información que llegó al lóbulo frontal directa del hipocampo de mi cerebro, como Calleja y compañía de la superficie terrestre a más allá de la línea de Kárman. Lo que sucede bajo un cráneo frente a la experiencia de un grupo de turistas espaciales que viajan en el interior de una nave faloforme –no sé si existe la palabra, pero debería si atendemos a la realidad que nos domina–. Davicillo dice que no le sorprende ese alarde de falocentrismo, dado el propietario del vehículo interplanetario, y que no es casualidad. Creo que tiene razón.

Y qué poco tiempo y cuánto dinero hacen falta para cumplir el sueño de un niño. Me alegro por el leonés, más a sabiendas de que no hay nada más puro que ese estadio vital que Nietzsche describía como cumbre del espíritu, pero no puedo sino pensar en cómo harán las plataformas para justificar con varios episodios los no más de tres minutos de ingravidez del aventurero. Habrá que ver la taquillera serie documental.

En fin, que lo que algunos vendieron como una hazaña aeroespacial no ha resultado ser algo distinto de una nueva muestra de las muchas puertas que abren los billetes. Que más que un hito de la historia, ese viaje –casi totalmente inútil en términos científicos– no difiere demasiado en intenciones del que haré yo en verano con mis amigas a Dolomitas en el avión comercial más barato que encontremos en Internet. 

Que aquel «ascensor espacial» estuvo unos puñados de segundos habitado por «domingueros del espacio» –¡qué acertadas las palabras de Javier Salas en El País!– que gastaron en subir, como quien pulsa en el último piso del elevador del trabajo por curiosidad, y bajar una morterada de dinero que muchos no podemos ni imaginar. Lo mejor es que uno de esos «domingueros» repetía trayecto en el «ascensor». 

Qué excentricidad. Qué opulencia. Qué cosa más de ricos.

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