Si como se deduce de sus propias palabras, Jaime Mayor Oreja fue creado por Dios, en cualquiera de sus múltiples versiones, tengo la convicción de que cada día nos será más fácil declararnos ateos. No sólo declararse, eso es fácil según se ve por las declaraciones creacionistas en el Senado, sino practicar un ateísmo militante. Y qué pensar si incluimos en el lote de lo creado al patológico Donal Trump o al maleducado, como poco, García Gallardo. Incluso si pienso en mí mismo como creación divina me deprimo. De modo que si, como afirman los textos sagrados, Dios creó al ser humano a su imagen y semejanza, pobre Dios en verdad.
Crear no es ninguna frivolidad. Tampoco lo es ser creador. Crear es producir, no siempre desde la nada, como al parecer sucede con lo divino, es también inventar, realizar, componer, construir… Es una actividad que requiere capacidad, ideas, imaginación, sudor… Todo eso, bajado al suelo, es el trabajo. Trabajar es crear incluso cuando hablamos de los trabajos menos creativos en apariencia. Cuestión aparte es en qué condiciones se trabaja y cómo se valora, lo cual condiciona notablemente la creatividad, no entraremos en ello. Pero ningún otro acto humano como el trabajo desafía ciertamente el poder creativo de la divinidad. Ni siquiera Prometeo llegó a tanto cuando se le ocurrió robar el fuego sagrado de los dioses en el monte Olimpo para entregarlo a los humanos. Es lo que nos enseñó Karl Marx cuando afirmó que «el trabajo dignifica al hombre», aunque ignorase lo divino: «el trabajo es una actividad específica del individuo donde puede expresar su humanidad. Esa materialización del ser humano mediante el trabajo cobra vida en su producto que es externo al individuo, es creado por él y al mismo tiempo el propio hombre sufre modificaciones en su constitución».
Así pues, bueno es saber de qué se habla cuando se habla de creación. Como es bueno así mismo saber de qué hablamos cuando hablamos. En suma, menos creacionismo y más trabajo bien pagado.