Hace algunos años escribí que en un país democráticamente sano los medios de comunicación no se verían en la necesidad de dar a conocer el nombre propio de ningún juez. Y, por extensión, que la mayor esperanza de una democracia bien engrasada residía en una judicatura eficaz e independiente. Y discreta. Era época de grandes procesos anticorrupción en los que se pasaba factura a gobiernos podridos hasta la médula, sobre todo los del aznarismo estatal y autonómico con una demora notable que se extiende hasta hoy, aunque con aparente implacabilidad. Pero algo sucedió. Que se inhabilitara en pleno caso Gürtel a Baltasar Garzón (a quien después amparó el Comité de Derechos Humanos de la ONU llamando la atención a la justicia española, aún sin efectos) dice mucho sobre qué tendencia pretende prevalecer desde entonces y quién encabeza una lucha soterrada que cada día muestra más a las claras una extensión alejada de la acción judicial legítima.
Porque en esa pugna está, hoy día, el epicentro de la defensa no solo del Estado de derecho, sino también del de bienestar y del propio sistema. Los partidos políticos fracasan demasiado a menudo en servir de correa de transmisión de las necesidades sociales toda vez que las ponen al servicio de intereses personales, estratégicos o partidistas; el parlamento se ha convertido en guiñol de sombras, aspavientos y pelotazos verbales en busca del aplauso de los hooligans o de la ocurrencia trending topic en un máximo de 280 caracteres; el cuarto poder, la prensa, se arrastra entre una facilona querencia hacia el clickbait y la dependencia de financiación pública o sea, partidista, convertida en correa de transmisión ideológica o meramente empresarial. Sus conflictos desembocan en los tribunales. Allí se dirimen casos inventados o ínfimos que prolongan hasta el límite jueces al borde de la jubilación sin reparos en tensar leyes y supuestos para denigrar a sabiendas de sus prerrogativas, mientras otros de mayor enjundia languidecen en esperas y contemplaciones hacia los acusados y sus caprichos, exhibiendo en conjunto una vara de medir ya no doble, sino retorcida hasta el bochorno.
Si el propio Elon Musk se faja en la elección de un juez en Wisconsin, a la postre perdiendo en un débil rayo de esperanza, es porque ahí está la clave de bóveda que aun sostiene la estructura cuya voladura pretende. Una clave identificada por Trump en su primera legislatura, cuando su obra más duradera consistió en el logro de mayoría en un Supremo vitalicio. Que Trump ignore fallos legales contra sus decisiones xenófobas más polémicas, Le Pen acuse de persecución política a la jueza que la inhabilita o Viktor Orbán no detenga al criminal israelí reclamado por el Tribunal Penal Internacional de La Haya manifiesta a las claras que la internacional reaccionaria solo atiende a las leyes que ha podido redactar a su conveniencia o a los jueces que las aplican a su gusto.