Estamos acostumbrados a que los aplausos indiquen el final de una función, pero la COVID-19 ha puesto al mundo que conocíamos tan patas arriba, que el espectáculo de verdad ha comenzado tras varias semanas de aplausos. Eso sí, es cierto que ya veníamos siendo testigos en las últimas jornadas de muchos y variados ‘spoilers’ que nos dejaban entrever lo que vendría después.
La verdad es que poco ha durado el silencio que nació tras los ‘últimos’ aplausos de este domingo, ya que en muy pocas horas se ha mutado en gritos y proclamas a pie de calle, llegando a desembocar en escraches a varios miembros del actual Gobierno. Lo que viene a demostrar que las ideas e ideologías mutan incluso más rápido que muchos virus.
Allá por el mes de marzo titulaba un artículo con ‘Los aplausos que nos unen como especie’, en el que relacionaba la unión que estaba detrás de los aplausos de las ocho de la tarde con otros momentos de la historia en los que nuestros antepasados entendieron que la unión de la especie era el único camino para la supervivencia. Si lo analizan, ha habido una correlación directa entre el retroceso de fallecidos y la disminución de aplausos. Una vez superado el shock inicial, en el que vimos peligrar a nuestra especie y al percibir una reducción del riesgo, los seres humanos hemos ido desuniéndonos hasta volver a la polarización existente antes de la llegada de la COVID-19. Y lo peligroso es que dicha polarización va a ser todavía mucho más marcada a causa de los efectos devastadores provocados por esta pandemia. Recuerdo que cuando la curva de fallecidos apuntaba vertiginosamente hacia el cielo, se respiraba en la calle una sensación de amabilidad y camaradería a la que no estábamos acostumbrados. Esto era confirmado incluso por los profesionales de los sectores, que por ser esenciales, permanecían abiertos al público. Pero desde que la curva enfiló un descenso continuado he presenciado algún pequeño conato de discusión en varias de las filas que estamos obligados a hacer. Aunque eso es ‘pecata minuta’ respecto a la gallera de las redes sociales, donde gallos y ‘gallas’ de diverso pelaje se descuartizan con sus espolones llenos de odio. Es triste que la tendencia de una dichosa curva sea la que marque nuestro respeto hacia el resto de individuos de nuestra especie.
Desde que llegó la COVID-19 a nuestra tierra patria, la escasez de mascarillas ha sido uno de los ‘trending topic’ de la pandemia. Pero no sólo había rotura de stock de este producto, ya que en las estanterías de nuestra masa gris también estaba vacía la zona donde debería habitar la coherencia. Cierto es, que éste es un problema que ya llevamos acarreando desde años atrás, pero sin duda, la COVID-19 lo ha dejado más patente que nunca. El último ejemplo de incoherencia y de amnesia interesada ha sido el fenómeno inexplicable por el que el jarabe democrático de los escraches se ha convertido en cicuta, dando lugar a un milagro que no tiene nada que envidiar al de la conversión del agua en vino en Caná. Habrá quien piense que hacer escraches está dentro de la libertad de expresión y otros que opinen, entre los que me incluyo, que la libertad de expresión no es una patente de corso que permite acosar e insultar a personalidades más o menos públicas, por ejemplo, a las puertas de sus domicilios, señalándoles públicamente a ellos y a sus familias, con los peligros que ello puede conllevar. Acepto e incluso considero interesante y enriquecedor ese debate, pero lo que no puedo compartir es que según quien promueva los escraches y a quienes vayan dirigidos sean un jarabe democrático o cicuta para la convivencia democrática de un país.
Cuando el jarabe democrático se convierte en cicuta
21/05/2020
Actualizado a
21/05/2020
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