Siempre me ha llamado la atención lo ajeno que vivimos a la única cosa segura en nuestra vida, que es, paradójicamente, la muerte. Todos vamos a morir. Sin embargo, no pensamos en ello y gracias a no pensar en ello, seguimos actuando como hormiguitas con nuestras vidas cotidianas. Si supiésemos que la próxima semana íbamos a morir, probablemente nuestra escala de valores se modificase de los pies a la cabeza y lo no material, ocuparía casi la totalidad de nuestro tiempo.
Del mismo modo, alguna vez les he dicho que vivir en nuestra sociedad, seguir levantándonos cada día, trabajar y generar riqueza, requiere un gran acto de fe. Pensar que cada institución hace lo que se supone que debería hacer, que los políticos tienen vocación de servicio público, que los jueces aplican al pie de la letra las leyes sin verse condicionados por ningún aspecto subjetivo o interés, que militares y policías darían su vida por defendernos, que los funcionarios cumplen sus funciones y horarios… y así podría seguir con profesores, religiosos, médicos…
Pero no podemos ser ingenuos. Dentro de cada una de esas profesiones existe mucha gente noble, pero de vez en cuando se escapa un garbanzo negro que simplemente hace lo contrario de lo que se supone que tiene que hacer. Cuando esto sucede y se conoce, nos produce una desazón, una sensación de vértigo y un sentimiento de indignación, al pensar que nuestra libertad, integridad física o incluso nuestra vida, responde más a la aleatoriedad de lo que nos gustaría.
La tremenda catástrofe que estamos viviendo con la última “gota fría” en Valencia, nos ha demostrado que, a pesar de nuestros esfuerzos en forma de impuestos, el supuesto «Estado del bienestar» es menos sólido de lo que nos pensamos, y basta un acontecimiento extraordinario (aunque avisado con suficiente antelación) para que nuestro mundo se ponga patas arriba, perdamos seres queridos, todas nuestras posesiones y la vida, pareciendo que realmente vivamos en un país tercermundista y viendo cómo nuestra percepción de vivir en un país desarrollado, se aleja según pasan las horas sin tener la asistencia y presencia del Estado. ¡Cómo no vamos a estar indignados!
El año pasado, con el terrible terremoto en Marruecos, miembros de nuestro Gobierno declararon, no sin razón, que, en ese tipo de catástrofe, las primeras 48 horas son fundamentales para salvar vidas humanas. Sin embargo, parece como si una riada sufrida a 15 kilómetros de la tercera ciudad más grande de España hubiese ocurrido a la otra punta del mundo a la hora de coordinar una respuesta. Les invito a que vean en un mapa la distancia que separa Paiporta o Catarroja de Valencia y que intenten entender por qué desde el minuto 0 no se desplegó el ejército con hospitales de campaña, grupos electrógenos, patrullas callejeras y maquinaria pesada.
Interésense, de paso, por cómo siguen viviendo los afectados por el volcán de La Palma tres años después. Cómo no vamos a estar indignados, cuando llamas y el Estado no está.