Cuando una viaja, en realidad, lo que está haciendo es un auténtico ejercicio de identidad. Probarse en otros escenarios, empatizar con otros puntos de vista y, sobre la cuerda floja de la lucidez, echar todo el valor que haga falta para leer y ser leído sin que nada ni nadie medie.
Cuando en la madrugada del 16 de octubre llegamos desde Casablanca a Erg Chebbi después de algunas horas de viaje con escala en Er-Rachidia, llevábamos sobre nuestro ánimo la sombra alargada de la Mezquita de Hassan II y el murmullo de una ciudad de algo más de cinco millones de habitantes que, contra el viento y marea de esta alargada sombra, sigue elevando sus plegarias a un dios que, lejos de suntuosos salones, busca su morada en el corazón de hombres y mujeres buenas. Eso es lo que hemos querido creer. Tanto esfuerzo por llegar allí a ver este otro amanecer, solo para darnos de bruces contra el exceso que tan hastiados nos tiene y del que venimos huyendo.
Así que dejamos Casablanca en silencio, cansados y a oscuras, literal y figuradamente (quién sabe si lo que la puso en nuestro camino lo hizo intencionadamente), avanzando por una carretera que zigzagueaba entre palmeras y pedregales en busca de nuestro siguiente destino.
Llegamos al hotel de madrugada. Erg Chebbi no sé si dormía; ahora presiento que nunca duerme y que no supe identificar que aquel absoluto silencio era, precisamente, su latido. La luna llena nos lanzaba, como acertijos, trazos que nuestra mente ávida engullía intentando descifrar. Nos fuimos a la cama agotados.
Al amanecer, esa grieta que hay en todo, por la que entra la luz, se posó en nuestra ventana probando a compensar la desilusión que arrastrábamos de nuestro anterior destino.
Nunca la metáfora de dejar pasar la luz fue tan cristalina.
Creo que no olvidaré la sensación de alivio cuando todo el paisaje se volcó en mis pupilas sin mediador. Insospechada es la tremenda belleza que contiene esa nada e inesperada la paz de tanto silencio. Y del todo imprevista la sincronización del ser con ese paisaje.
Nunca pensé que pudiera haber algo que me parara en seco con tanta amabilidad y, al mismo tiempo, contundencia. Ni que mi cuerpo no iba a ofrecer resistencia alguna, como un rabo de lagartija desprendido del cuerpo. Ni que mimetizarse con la nada iba a ser un alivio, un consuelo, el fin de un prolongado estallido.
Mi agradecimiento a Omar, porque mientras ese paisaje y sus gentes se nos regalaba con infinita generosidad, él fue nuestra casa.
Mi agradecimiento a la maravilla de Erg Chebbi, y a lo que sea que me arrastro allí justo en el momento que se dejó llover sobre su nada.
Mi agradecimiento a mi hijo Fernando, para el que no tengo palabras.