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Cuánto duele una letra

03/03/2024
 Actualizado a 03/03/2024
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«Leer me salvó la vida, escribir le dio un sentido». A quien le parezca exagerada esta frase dicha por Jordi Sierra, se aconseja ver el vídeo en el que explica que él fue un niño tartamudo, hijo único, con pocos recursos y nada con qué jugar. Leer libros era su única diversión y las artimañas para conseguirlos tampoco tienen desperdicio. Lo más duro de su historia es la explicación de cuánto puede doler una ‘C’ cuando se anuda en tu lengua y te convierte en el bufón de clase. Un niño de infancia dura que, a pesar de no encontrar ningún apoyo para ello, se hizo escritor porque las letras no tartamudean.

Hoy es el día de felicitar a los escritores de forma especial, sin distinción de género literario. A los profesionales transmisores de ideas, historias y saberes de una sociedad, que sus nietos conocerán a través de sus lecturas. No en pocas ocasiones mencionó esto Galeano refiriéndose a sí mismo como cazador de palabras, nacido para juntarlas, para contar historias de personas simples y de cosas cotidianas que pudieran ser leídas cuando él estuviera muerto. A pesar de los escritores que podría nombrar por su excelencia, lo menciono a él casi por hábito y porque me enamora su forma de dibujar imágenes con palabras. Es fácil imaginarlo cosechando palabras, después volcar la cesta en la mesa y como hiciera en sus cuentos, hacer una selección por sabores y colores antes de envasarlas. «En cajas rojas las palabras furiosas. En caja verde, las palabras amantes. En caja azul, las neutrales. En caja amarilla, las tristes. Y en caja transparente guarda las palabras con magia». Lo más curioso es que esas palabras envasadas sirvan como método aplicable a diferentes actos que nada tienen que ver con la escritura, como hacer un guiso, tejer una prenda o bordar el embozo de una sábana.

Escribir es cocinar. Es sacar del frasco esas palabras, aliñarlas con esmero y poner a hervir una historia larga a fuego lento, como se cocinan las recetas heredadas. O cocer a todo gas las ideas nacidas a borbotones porque las musas andaban con prisas, o elaborar una columna a toda prisa y servirla en la cocina porque hay confianza, regada con tinta dulce o salada, para todos los gustos, por si hubiera un lector al otro lado. Escribir es pintar historias de colores en un lienzo que no siempre es blanco, ya sea con pincel o con brocha gorda, a veces buscando verdes cuando la paleta solo ofrece grises y con palabras rodando como borrones pesados. Y otras veces, las letras se deslizan tan sutilmente que todos los verbos parecen versos y hasta el corrector cómplice te convierte un peso en beso, aliviándote el día. Escribir es coser y bordar al mismo tiempo. Es hilvanar ideas, urdir la trama, preparar los hilos y letra a letra, puntada a puntada, elaborar el texto que unas veces resulta ser un ramo de palabras bordado en papel y otras, remiendo para tapar días grises y otros huecos de la vida. 

Escribir es esculpir. Es coger ese bloque de arcilla que te ocupa la cabeza desde hace tiempo y empezar a darle forma. Es quitar de aquí y poner allá, encajar el tono y la palabra y moldear la idea hasta convertirla en historia. Escribir, pintar, coser. Actos siempre unidos a una sensación de inacabados en los que siempre cambiaríamos algo, la frase inicial, el punto de sal, la última puntada. Cualquier amante de la lectura sabemos que hay motivos suficientes para felicitar y dar las gracias a los artesanos del lenguaje, a los recolectores de palabras que cultivan, cosechan y cocinan historias para que el lector las viva. 

Pero también apetece felicitar y dar espacio a los aficionados sin más, a los que no buscan la excelencia ni pasar a la historia. Que se permita escribir a quien desee hacerlo sin más causa que el disfrute personal. Que se permita existir al mediocre, como en cualquier oficio, sin que las críticas lo aplasten, siempre que no exija un reconocimiento que no merece. Que se permita escribir a todo el mundo, no vaya a llamarse Jordi Sierra, que hasta el mensaje en la pared de la cueva y los jeroglíficos del antiguo Oriente cruzaron el tiempo hasta nosotros, convirtiéndolos en escritores, transmisores como el abuelo, tan dado a reforzar sus historias trazando líneas en el suelo con un palo, repitiendo «mira esto» como si aquello, que solo él entiende, fuese el mejor jeroglífico de la historia. 

Felicidades a los escritores. A todos, incluido el abuelo de los mensajes cifrados en el suelo que no eran otra cosa que cruces, idénticas a su firma, porque nunca supo escribir y a Virginia, la que aún no sabe. La que hace días gritaba que escribió su nombre y luego descubres que solo puso tres letras y olvidó usar el puñadito de puntos para su colección de ‘íes’ porque su nombre es el que más íes tiene de la clase. Pronto lo conseguirá y desde ese día, Virginia será escritora con tres años, como Jordi Sierra lo fue desde los ocho. Aquel niño que, mientras el mundo se lo ponía difícil, escribía historias en las que no tartamudeaba. 

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