Hoy hace excesivo calor para escribir sobre algo que no sea agua y para pensar en nada que no sea sombra. Pesa demasiado el aire para ponerse a escarbar letras y analizar noticias que ya llevan dentro material pesado. No es día para hablar de guerras, ni para enfadarse y buscar palabras de protesta. Es demasiado verano hasta para denunciar lo injusto, para separar el trigo de la cizaña y lanzarla al otro lado. Y aunque París lo pida, produce ahogo hablar de la llama olímpica, incluso siendo recibida por la lluvia. Da pereza opinar sobre el despliegue de medios en ese mundo del Olimpo tan de dioses, donde hace una semana, llegar a una estación ya suponía dos horas para un ciudadano sin coche oficial, ni antorcha en alto, ni dorsal en la espalda. Hoy es día de galbana, de vestido suelto y pelo atado, de cosas mansas y livianas que no aceleren el termostato. Es día de andar descalzo por la casa, sujetar las puertas y provocar corrientes abriendo todas las ventanas. Eso que asustaba tanto a la abuela como bañarse antes de que pasaran no sé cuántas horas después de haber comido, o aparecer con el pelo y la ropa mojada, después de un chaparrón. Vas a pillar la muerte –diría ella–.
«La abuela era menuda y tibia como un nido: jugábamos a pájaros con ella… y aquellas zapatillas de nube que llevaba, aquel ir y venir como volando, de la escoba al misal, de sus gallinas a las sábanas frescas, de la labor de lana a los geranios…» Nada le daba más miedo que una mala corriente, un corte de digestión o verte andar descalza. Las siete plagas no eran nada comparadas con la retahíla de males que ella te auguraba, mientras cerraba ventanas a toda prisa y buscaba tus zapatillas por su nido. El abuelo cómplice la observaba, sonreía meneando la cabeza y guiñaba un ojo al nieto para que la dejase ganar aquella guerra, que libraba sola. «El abuelo era blanco; conocía dos cuevas y sabía seguir huellas de lobo… y qué manos de valiente, qué venas, retorcidas como parras; las ganas que me daban de cumplir en un día sesenta y cuatro años para tener dos manos como aquellas…» Así eran los abuelos que yo conocí. Los que, llegadas estas fechas, reponían despensas y paciencia, ventilaban alcobas, sacaban sábanas limpias y preparaban la cesta de las moras porque los nietos pasaban el verano con ellos. Llegaban con las rodillas enteras, uñas limpias y piel blanca y encontraban a los abuelos de siempre, escapados del poema de Miguel D´Ors, que no sé en qué ocasión conoció a los sabios de mi pueblo, obligándome a citarlo cada vez que hablo de ellos.
El viernes, 26 de julio, además de un día caluroso, fue el día de Santa Ana y San Joaquín, abuelos maternos de Jesús. Motivo por el que Mensajeros de la Paz decidió dedicar esta fecha a esos seres mansos y livianos que andaba buscando para refrescar la columna. Personas hechas de calma que hacen fácil ser niño, que pintan los problemas infantiles de colores claros y siempre cumplen cuando dicen «Tú tranquilo, que esto se arregla». Y lo arreglan. Los que disponen del tiempo del que carecen los padres y les sobra la paciencia que a los padres les falta. Los que liman aristas al mundo para que lo jueguen sus nietos y les basta con una fuente, una sombra en el parque, la mesa de la cocina convertida en pupitre y un pijama de repuesto.
Los abuelos que yo conocí, los del nido, zapatillas de nube y manos grandes, nunca viajaron más allá de la consulta del médico. Hablaban pausado y escuchaban silenciosos, convirtiendo en importantes las naderías de los pequeños, al son de las cucharas contra el plato. Después hablaban ellos de lo aprendido viviendo, sin saberse sabios. Decían cosas de la tierra, las zarzas y la lluvia, mientras cruzaban los veranos agarrando la mano de sus nietos y desgastando caminos en perfecta sintonía de torpezas, las de piernas infantiles poco acostumbradas a las piedras y las de huesos cansados, que las habían redondeado de tanto pisarlas. Y mientras iban y venían, los unos crecieron y los otros se hicieron niños. Niños grandes y callados flotando en ese mar indefinido en el que se mezcla la espuma del olvido y del recuerdo. Niños grandes que volvieron a despertar de golpe para atender de nuevo a sus nietos, con sus pensiones mínimas, cuando los jóvenes necesitaron asilo porque una crisis muy grande los dejó sin trabajo. Les faltó tiempo para ejercer de nuevo, para añadir un par de cucharas en la mesa y multiplicar los panes y los peces, que de eso siempre supo la abuela.
Hoy apetece recuperar su imagen. Él, siempre buscando sombras donde afilar la navaja o echar una cabezada. Ella, trasteando con su caldero, salpicando con el cuenco de la mano la ropa blanca tendida en el verde de la huerta, regando el geranio, o reponiendo el bebedero de las gallinas. Ella y su caldero de hierro. Él y sus sombras. Solo su memoria refresca este día tan tórrido, en el que hace demasiado calor para escribir sobre algo que no sea agua, ni pensar en nada que no sea descansar a la sombra de un abuelo.