El pasado 19 de octubre se celebró el día internacional contra el cáncer de mama, primera causa de fallecimiento en la población femenina a nivel mundial.
Multitud de actos teñidos de rosa a modo de toque de atención sobre la importancia de la detección precoz, la investigación y unos tratamientos eficaces, poco invasivos, con los mínimos efectos secundarios posibles. También se lanzó una reclamación unísona de una aceptable calidad de vida tanto en pacientes que sufren la enfermedad como en aquellos que logran superarla, a nivel físico y psicológico. Porque hay un antes y un después del diagnóstico, un gran impacto para ellos y sus seres queridos.
A pesar de los significativos adelantos que han visto la luz desde que se estudia esta patología, el cáncer con todos sus tipos, parece que una cura definitiva es una utopía que está todavía lejos de hacerse realidad.
Seguro que es algo en extremo complicado. Los descubrimientos que permiten mejores expectativas se dan a conocer con cuentagotas y solo después de años, incluso décadas de trabajo. Y con el apoyo de innumerables proyectos, plataformas, asociaciones dedicadas a recaudar fondos para tal fin.
La salud es lo más valioso que tenemos. Por eso se entiende que le corresponde uno de los primeros puestos en el orden de prioridades a la hora de invertir el dinero público. Ese que es de todos y que se supone que ha de servir a nuestras necesidades básicas y nuestros derechos.
No se deben escatimar medios cuando se trata de poner freno a lo que se podría calificar como amenaza letal. Pero una de las quejas más recurrentes y prolongadas en el tiempo es precisamente la insuficiencia de financiación destinada al personal sanitario e investigador, además del material y tecnología requeridos para desarrollar su encomiable labor.
El tren hacia nuestro bienestar ha de avanzar sin trabas que le impidan arrasar con el cáncer lo mismo que con otras horribles enfermedades que ya son historia. Aunque ahora mismo mejor no hablar de trenes.