Cualquier cosa que me vengan a ofrecer a casa, por teléfono, a través del correo electrónico o postal –aunque de esto cada vez queda menos– sin que yo lo haya pedido suele provocarme indiferencia en primer lugar. Más que nada porque soy de la teoría de que cuando uno necesita o quiere algún producto o servicio sabe perfectamente dónde comprarlo y si no lo sabe para eso está internet o la posibilidad de preguntar a alguien cercano; pero como no todo el mundo comparte esta teoría conmigo para eso están la publicidad, el marketing y los charlatanes.
No hay semana que no me encuentre con alguna llamada o correo para ofrecerme cursos bonificados de esos que supuestamente son gratuitos para el trabajador pero para los que las empresas tienen que adelantar el importe y al mismo tiempo están subvencionados por las administraciones públicas de una manera escandalosa.
Vamos, programas gestionados de aquella manera donde el bolígrafo y el cuaderno típicos de bazar de todo a cien que se entregan al alumno pueden terminar costando perfectamente cien euros o en los que a un puñado de fotocopias encuadernadas en espiral se le llama ‘libro’ y vale otros cien euros. Todo para sumar y justificar gastos.
Estos cursos muchas veces son los programas en los que al alumno después de trescientas horas le dan un documento al que llaman diploma –si es que se lo dan en papel y no le envían un fichero por correo electrónico para que se lo imprima él mismo, con el absurdo argumento de la ecología–, y cuya utilidad no va mucho más allá de usarlo para envolver la merienda.
Me pregunto cada vez que me llaman por teléfono o me mandan correos de empresas de formación de diferentes puntos de España por el dineral que ganará esta gente gestionado cursos de los que pongo en duda su utilidad y que me parecen un pozo sin fondo. Porque como muchos se hacen a través de internet no hay problemas de distancias, esta gente nunca pone puertas al campo. Y me pregunto también si el que se apunta a un curso de estos pensará que está aprendiendo algo.