En apenas unas horas estaremos todos mirando qué sucede en los Estados Unidos, donde se disputan unas elecciones generales en las que dicen que nos jugamos el futuro del mundo. Pero el futuro del mundo también está en otros lugares. Y muchas veces, pasa desapercibido ante nuestros ojos. Es obvio, como ya escribimos aquí la pasada semana, y en otras ocasiones, que en este planeta intercomunicado todo tiene que ver con todo. Y lo que suceda en los comicios estadounidenses, por mucho que fabulemos con que son un asunto lejano, tiene que ver incluso con nuestra vida más cotidiana.
El mundo vive hoy un raro y complejo equilibro geoestratégico que, en opinión de no pocos politólogos, parece a punto de romperse. Como he escuchado a Javier Cercas, tenemos que saber que la Historia nos concierne, nos influye y nos afecta, siempre, por mucho que pensemos que podemos prescindir de ella y vivir a nuestro aire. Esta misma semana, durante un encuentro que tuve con Manuel Vilas a propósito de su nueva y excelente novela, ‘El mejor libro del mundo’ (de la que ya hablaremos), el autor de Barbastro concluyó que somos mucho más historia que cuerpo físico. Somos una acumulación de capas del pasado sobre nuestra piel.
Las últimas encuestas son aterradoras, porque dan ventaja a Donald Trump, el hombre que profiere insultos irreproducibles en sus mítines, que simplifica las ideas para reducirlas a esa superficialidad pueril que parece que le da tantos votos. En su nombre, o en el de su pretendida victoria en las pasadas elecciones (así es la ambición desmedida de los que nunca aceptan una derrota: creen que deben ganar siempre), se asaltó el Capitolio en uno de los episodios más vergonzosos de la política norteamericana.
Lejos de lamentarlo, este magnate, capitán de las altas torres en las que figura su nombre con letras gigantescas, se ha dedicado a utilizar una táctica de desprecio, bañada de esa arrogancia que suele dar la combinación entre la prepotencia y la ignorancia, para descalificar al partido opositor, y particularmente a Kamala Harris, mujer y negra, aunque él mismo duda, ridículamente, de su negritud, como otros sembraban dudas sobre el lugar de nacimiento de Obama. Y nadie niega que el Partido Demócrata merece también críticas, incluso demoledoras, por algunas de sus actitudes en el panorama global. Pero el populismo basado en bulos, tergiversaciones (ahora la inteligencia artificial también se usa para esto) y sucias palabras es una peste mundial. Una forma antidemocrática de manipular al pueblo.
Lo grave es que se está abriendo camino, lo que obliga a preguntarse qué sucede en los países desarrollados, con, aparentemente, un alto nivel educativo en sus ciudadanos, en los que se han logrado altas cotas de progreso y libertad gracias a la democracia. Trump, por su parte, parece encantado de haberse conocido y promete no sólo la mayor deportación de la historia (pura propaganda inhumana, algo inaceptable en alguien que quiere ser presidente de un país), sino, ya de paso, la paz en el mundo. Te preguntas en qué momento hemos perdido la capacidad de analizar en profundidad el discurso político. Y no sólo en Estados Unidos, claro está.
Sin embargo, aunque las elecciones norteamericanas coparán todas las pantallas en pocas horas, y quizás nos olvidemos un poco de todo (no sólo nos afectan, sino que tienen un extraño glamur), lo cierto es que aquí llevamos unos días sobrecogidos por los efectos de la Dana en Valencia.
Ya se escrito mucho de esto, ya se ha dicho prácticamente todo, pero a la política actual le sobra relato: lo que le falta son hechos. Acostumbrados a ver los huracanes y los tornados como algo lejano, como esas cosas que les suceden habitualmente a los otros, de pronto hemos tropezado con el clima. De pronto hemos comprobado que las cosas pueden ser mucho peores de lo que imaginamos, y a una velocidad supersónica. Sí, no es la primera gota fría. Pero la más devastadora. Te preguntas cómo es posible que, en la edad de la tecnología, en un instante de extraordinario desarrollo, el aviso de lo que se avecina no llegue convenientemente a la población, o llegue tarde.
La naturaleza es bella y violenta. Los Románticos llamaban a la conjunción de belleza y violencia ‘lo sublime’, pero lo que nos da vida y felicidad también puede darnos la muerte. El Mediterráneo puede ser el mar más hermoso del mundo, el mar de nuestros antepasados, pero el calentamiento de sus aguas puede convertirlo en un agente mortífero para la población. Las tierras de Valencia descienden hacia el mar, pero acabamos de ver cómo el agua, que siempre guarda memoria de cauces, ramblas y barrancos, no duda en ocupar su viejo lugar, aunque haya sido colonizado por urbanizaciones o barrios enteros. Nada podemos contra la naturaleza, hay que asumirlo. Nada contra su implacable furia, aunque otras veces sea hermosa. Pero eso no significa que un enorme territorio pueda ser reducido a la más absoluta destrucción en cuestión de minutos: no parece lógico con los medios de alerta que existen. Es algo que no resulta comprensible.
Y es cierto, en efecto, que hay pocas cosas comparables al ruido y la furia del agua. Es cierto que la naturaleza desatada es una gran amenaza para el hombre. Por eso no se entiende el absurdo empecinamiento en negar los efectos del calentamiento de la temperatura del Mediterráneo, que deriva en un choque térmico con la temperatura en altura, con la producción de más humedad y con el resultado de una energía potencialmente destructiva, como acabamos de comprobar en los últimos días. No se entiende ese estúpido afán en no aceptar los planteamientos científicos. Y ya sabemos que, se niegue o no, esta situación será cada vez más común en estas zonas, y quizás en otras. Y a la naturaleza no le importará nada que no aceptemos lo que sucede, porque nada somos para ella. Como mucho un conjunto de seres que se encarga de romper el equilibrio de la vida, entre otras cosas, por la ambición desmedida para lograr beneficios económicos sin freno.
Pero, más allá de la acción de la naturaleza, y de las causas, está la acción política. Resulta comprensible esa otra furia que se desató ayer, comparable a la del agua: la furia de la gente. No es posible que, en un país con estos recursos, no se avise a tiempo, máxime cuando ya se había declarado la alerta roja. Le gente fue sorprendida en sus tareas, en su vida, y es muy duro pensar que todo voló en segundos, como si fuera el fin del mundo. Y, para muchos, ha sido eso: una forma de apocalipsis que no logran comprender, que les ha despojado de todo lo que tenían. Demasiado dolor.