Si bien siempre he pensado, como Rousseau, que todo ser humano nace, además de libre, con los mismos derechos y obligaciones que cualquier otro, sea cual sea su origen, me reconozco actualmente no sé si monárquica o simplemente admiradora de S. M. el Rey Felipe VI y la actual Casa Real, es decir, de la Reina Letizia, la Princesa Leonor y la Infanta Sofía.
Dada la actual mediocridad, vulgaridad y mezquindad que ha invadido el mapa del Congreso, mapa en el que no acierto a encontrar un oasis realmente ilusionante, casi se agradece contar con una institución que represente a España con la dignidad que se merece.
Muchos republicanos podrán cuestionarlo y es respetable, pero la verdad es que Felipe VI es un monarca impecable. Un rey que no ha tenido fácil llegar, quedarse y triunfar. Ha tenido que lidiar con muchos toros difíciles de capotear y algunos ya estaban en coso propio. Sin embargo, no solo ha resistido las embestidas, nos ha enseñado que un rey también puede ser un hombre enamorado, un gran padre y un embajador de excepción.
Me gusta esta realeza que acepta el deber con responsabilidad y entrega, que no despilfarra y apuesta por la moda sostenible y asequible (eligiendo marcas españolas que casi todos podemos permitirnos, alquilando atuendos), apoyando la cultura, el deporte, la investigación y, sobre todo, las causas que los necesitan, como esta misma semana ha hecho Doña Letizia, ofreciendo su imagen en la lucha contra la trata de mujeres.
La princesa Leonor cautiva allá donde va, ya hablemos de Portugal, Girona o París.
Muchos pensarán que cualquiera podría representar ese papel, pero habría que verlos en situación, sin libertad de elección muchas veces, siempre con la sonrisa puesta, analizados hasta la extenuación y con una agenda que poco entiende de vacaciones reales.
Diez años han cambiado mucho la monarquía y, aunque esto le duela terriblemente a Jaime Peñafiel, ha cambiado para bien.