Cual que enero fuese, salvo por los rigores del tiempo, abandono una vez más un reciente propósito –no ceder al imperio y dogmatismo de la actualidad–. Pero, cómo combatir a este último con tan sólo un silencio, cuando, por más que atronador fuese, chocaría no sólo contra los estruendos de su expansión sino también contra el muro de libre sordera que circunda por doquier.
No se habían apagado los ecos de la inauguración de los Juegos Olímpicos de París, aún tarareaba yo el edulcorado himno al amor –que sí, todos hemos cantado o, a falta de idiomas, silbado alguna vez–, aún en mis ojos no se habían oscurecido sus lumínicos artificios, cuando ya las cohortes de varia ortodoxia comenzaron a catapultar sus extremas picazones por las redes sociales. ¡Ah París!, si hubieses emulado a nuestro buen Guzmán con otro que dijese, más o menos: «Si tu n’as pas aimé le gala, il y a la gare». Hay que ver qué fina tienen la piel algunos. Y esto que estamos en época de uso recomendado «urbi et orbi» de protectores mejunjes y potingues. A mí, lo confieso, hubo momentos en que me resultó un poco tediosa, pero, aun teniendo en mi mano el poder de irme a otros quehaceres, decidí seguir viéndola hasta el final aun cuando, a diferencia de algún locutor/a, no tuve ni asomo de erección, humedad, y, menos, de orgasmo, al ver a Rafael Nadal portar la antorcha por más que la chaqueta fuera –comprendan– roja. ¿Será la edad, serán las hormonas? Prefiero pensar que son las neuronas.
Uno puede llegar a comprender la falta de gusto –que no disgusto– o placer acústico musical de cada cual por cuestión de preferencias o criterios personales. Y por las mismas razones personales la falta de agrado –que no desagrado– (los ojos tienen persiana) o deleite con relación a la estética de alguna de las coreografías e, incluso, algún roce de chauvinismos de varia patria y tradición. Pero de ahí a convertir cierto montaje o detalle coreográfico en una guerra de religión hay más de un trecho de luz y razón. ¿Cuándo comprenderán los creyentes, practicantes o no, de vario dios que su creencia y práctica es cosa privada? ¿Cuándo que, sin duda, en la defensa de ese derecho cívico les acompañaremos agnósticos y ateos? ¿Cuándo que una composición pictórica –’La última cena’, ‘El festín de los dioses’– no es ningún objeto sagrado? Es más, que de serlo lo será para ellos, y no podrá censurar otras miradas, interpretaciones y emulaciones sobre él. ¡Ay luces, ay razón! Dejemos cenar a los dioses en su festín.
¡Salud!, y buena semana hagamos y tengamos.