Seguro que ustedes, igual que yo, han experimentado lo que supone para el espíritu una buena conversación; ese acto que va más allá del mero intercambio de información y que produce una satisfacción y un bien estar difícilmente superable, quizá porque somos, esencialmente, seres hablantes capaces de expresar de forma abstracta nuestras vivencias, nuestros pensamientos, nuestras ideas. Hay conversaciones que son la quintaesencia, la seña de identidad de nuestro ser hablante y son con las que nos sentimos enteramente satisfechas.
En mi opinión, esta sensación tan agradable se produce como respuesta a dar complacencia a una necesidad básica, lo mismo que ocurre con el cuerpo cuando satisfacemos nuestra hambre, por poner como ejemplo la necesidad menos prosaica de nuestra condición animal. No me parece que tenga más misterio, aunque sí muchísima trascendencia porque al tratarse del espíritu, en vez del cuerpo, el asunto toma ‘algo’ más de altura. Nos coloca dónde tanto nos gusta estar, casi en los cielos, junto a los dioses.
Sin embargo, lo que en principio parece fácil: conversar sobre cualquier temática, pocas veces lo sacamos adelante. Parloteamos pero no conversamos. Y no será por falta de recursos, que vienen de serie, si no por una cuestión de comodidad: el mono loco que llevamos dentro es indisciplinado y quiere ser siempre el centro de atención. Estoy hablando del ego, esa enfermedad de la modernidad que, inflamándose, envenena todo lo que toca condenándolo al fracaso.
El verdadero sentido de una buena conversación implica liberarse de la rigidez de las convicciones propias (de la rigidez, no de las convicciones) para abrirse a las del conjunto y completar, con otros puntos de vista, el cabal mapa de las verdades y sus innumerables perfiles. También asumir su naturaleza cambiante sin por ello sentir que te traicionas a ti misma o a tus amados líderes (léase con ironía).
Además, por si esto fuera poco, es imprescindible ser consciente de lo que se piensa al respecto de la temática planteada en la conversación, esto supone no adherirse a otras opiniones, sino que, tras ser meditadas, las puntualizaremos pasándolas por el propio tamiz. También, hay que centrarse en lo que se quiere transmitir en la conversación. Y, señoras, ni aquí, ni en el punto anterior cabe la improvisación.
Y aún hay más. Tenemos que esforzarnos en elegir con cuidado las palabras con las que vamos a expresar nuestro mensaje. Este es el punto clave de la conversación porque, entre lo que se quiere decir, lo que creo que se ha dicho y lo que realmente he dicho, las posibilidades del mensaje que he transmitido se disparan exponencialmente y, sin quererlo, la conversación entra es su mayor apogeo. Es como jugar a la lotería, con la diferencia de que en este caso siempre hay premio.
A estas alturas, el mono loco habrá perdido todo su protagonismo y… a ver quién lo sujeta…
Todavía nos queda por poner en consideración al otro hablante, al que hay que presuponerle la misma predisposición a conversar. Si hasta ahora lo que he hecho con mi mono loco es ignorarle, a partir de ahora tendré que hacerle desaparecer porque es fundamental tener el camino expedito para poder diferenciar, en el mensaje que recibo, lo que entiendo de lo que quiero entender, de lo que debo entender.
No es fácil, conversar, no.
Pero si se animan a ello les recomiendo que, lo primero que deben hacer es encerrar a su mono loco en una jaula.
Les aseguro que la satisfacción es directamente proporcional al esfuerzo.