09/02/2025
 Actualizado a 09/02/2025
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En mi pueblo había un chopo. No era una chopera. Era un solo árbol sobresaliendo sobre todo lo demás, que podía verse desde todas las casas. Sujetaba un nido enorme encima, donde se acunaba la nieve hasta San Blas, que llegaban sus dueños.  Era el chopo de la cigüeña y, como tantas otras cosas que forman parte del paisaje diario, se te graba en la retina y dejas de verlo. Lo ves más claramente ahora, con la distancia de la memoria, que cuando lo tenías frente a tu casa. Ya conté hace años, en una de mis primeras columnas, que la primavera llegaba a mi pueblo de forma ruidosa, montada en el carromato de Ciriaco el hojalatero. Pero quien anunciaba su llegada con suficiente antelación, era la cigüeña, calendario natural y agorera de buen o mal año, según la fecha en la que regresara. Llegaban silenciosas y una mañana cualquiera sonaba en el pueblo algo que no eran ladridos ni esquilas de ovejas, era un castañeo producido por el chocar de sus mandíbulas, el crotoreo que hacía correr a los rapaces por las calles anunciando su llegada. Y todos los vecinos echaban la mirada al cielo con media sonrisa en la boca, a modo de saludo, aunque los que entendían, meneaban la cabeza al mismo tiempo porque no pintaba bien la cosa cuando llegaban tan pronto. A partir de ese momento, eran parte del día a día, planeando sobre los tejados o paseando por las eras mientras saltamontes, lombrices y lagartijas andaban en peligro. 

Las nuestras, no eran cigüeñas como las del cuento de Hans Christian Andersen, no cogían bebés de estanques y lagos ni se los llevaban a las familias con niños que se portasen bien, ni venían de París cargadas de críos. Hablamos de cuando los calendarios agrícolas se cumplían, hacía frío en invierno y calor en verano y las cigüeñas llegaban de África. Eran  un eslabón del ecosistema que no inspiraba fábulas, pero inspiraba refranes, siempre unidos a febrerico el corto, a la nieve, augurando abundancias o escaseces para las cosechas del humano. Pero ahora, el cambio climático lo ha trastocado todo y ellas, despistadas ante la ausencia de frío, se van quedando cada vez más tiempo con nosotros, porque el invierno se disfrazó de otoño. Y un día por otro, se les olvida marchar. Siempre nos quedará San Blas como referencia para que el día sepa que debe crecer y arrear a la luz, hasta coger ventaja al gris del invierno.  Y el hombre de tierra, fiel al almanaque, recibe agradecido la lluvia y el frío y soporta este mes loco de abrigo y sombrero, sabiendo que ‘En febrero un día al sol y otro al brasero’.  

Acabamos de ver la misma noticia en dos puntos distintos de León. Quizá de ser otra fecha, no habría repercutido tanto, pero, que en vísperas de San Blas, cuando la cigüeña es protagonista, decidan desmontar sus nidos, llamó más la atención de los observadores de obras públicas. Proteger la torre de la iglesia ha sido el motivo de retirar un nido de cigüeña de una tonelada, en la iglesia de Villacedré, causando tanta curiosidad como sorpresa entre los vecinos, por las fechas elegidas para dejar sin hogar a las cigüeñas. No parece buen momento para desahucios. Pudo hacerse antes. Al final, se les dejó una pequeña parte del nido, como un alquiler de habitación temporal, para que no quedaran en total desamparo y sin lugar dónde pernoctar, aunque el desahucio es cosa hecha. Ahora, el pueblo sigue mirando arriba. Unos, controlando la reparación del tejado y otros, pendientes del nuevo alojamiento de las cigüeñas desahuciadas. El otro caso ha sido en la iglesia de San Pedro, en Puente Castro, donde se desmontaron tres nidos alojados en la espadaña, que ponían en peligro la estructura de la torre, mientras las cigüeñas les sobrevolaban, viendo cómo desmantelaban su casa. Pero, apenas acabada la obra, regresaron cargadas de palos y tierra, de hierba y de barro y les bastaron unos días para  reconstruir sus nidos en el mismo lugar donde estaban.  

Las cigüeñas de mi infancia nunca tuvieron torre ni espadaña  para anidar. Allí donde todo era austero, les bastó la tierra, el arroyo y un chopo para hacer hogar. Hasta que un día regresaron y eran los humanos los que habían emigrado, sin dejar una nota de despedida en el portón de cada casa, ni autorización para habitar el campanario en caso de que al chopo lo encorvara alguna nevada. No pensamos en ellas al irnos. No estuvimos pendientes de qué invierno venció a aquel tronco, ni qué hicieron al llegar y no encontrar  niños celebrando su llegada. Tanto evitar la nieve y ahora tropiezan con el frío de la España vaciada, de los paisajes sin azadas, sin ladridos de perro y puertas cerradas, decidiendo en el acto dónde no volver, vaciando más lo ya vacío. Ojalá queden todas las ermitas en pie para que las cigüeñas, como las de Puente Castro, aniden sin más, que siempre hicieron buen maridaje las espadañas de las iglesias, las viejas campanas y los nidos de cigüeña. Un paisaje de piedra, musgo, bronce y plumas sobre los salmos de humanos, que debería ser intocable, por mucho que pese. 

 

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