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Los desastres de la guerra

16/10/2023
 Actualizado a 16/10/2023
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Una semana de imágenes insoportables. Y si es insoportable para el espectador occidental, en su relativa distancia (lo cierto es que ya no hay distancias), imagínense cómo será para los que experimentan la guerra atroz sobre el terreno. En su carne, en sus casas, en sus familias. Porque todo es finalmente doméstico y personal. Íntimo es siempre el acto de la muerte, por más que se revista de retóricas tribales o míticas, de relatos épicos, de narrativas políticas. Por más que se traslade a la esfera pública, al entramado de la geoestrategia, por más que se analice con la frialdad de la teoría y los asuntos de los equilibrios globales, la muerte es personal e intransferible.  

La guerra súbita, como el magma que asciende desde la profundidad en llamas, asalta de nuevo Oriente Próximo, donde nunca se apagó el volcán de la historia. En paralelo con la guerra en Ucrania, occidente se siente sacudido, como quien es testigo de un hundimiento generalizado. Ucrania ya anunció las debilidades del presente, la reescritura de los equilibrios territoriales, y fue así como el impulso expansionista y la revisión de la historia se convirtieron de nuevo en las grandes causas de las guerras.

El futuro que algunos imaginaban manejable y más controlado, por el temor a las armas nucleares y al gran poder de la tecnología disuasoria, se empieza a convertir en una pesadilla. Se han roto las amarras del equilibrio global, y las democracias europeas son contempladas desde algunos lugares como estructuras débiles, susceptibles de ser atacadas de una y otra forma, para imponer un relato que tiene poco que ver con la libertad y la pluralidad.

Infiltradas por pensamientos populistas y visiones maniqueas, carentes de profundidad y de análisis, el miedo alimenta el autoritarismo y la simpleza, y las democracias, como la verdad, no sólo mueren en la oscuridad, sino en la ausencia de miradas complejas. Un mundo de malos y buenos, que implica elegir bandos, que no desea reconocer virtudes ni verdades en los otros, que impone un relato sin diálogos, un monólogo de verdades absolutas, épicas, sí, siempre pasionales, porque la razón es funesta cuando se trata de seducir desde las vísceras, cuando los análisis serenos o imparciales no interesan. 

Es probable que no imaginásemos una deriva así. Los acontecimientos se precipitan, como si el mundo hubiera perdido el control de los caballos en plena carrera. Pero es muy cierto que la pobreza, la injusticia, la imposibilidad de edificar una vida en ciertas zonas del planeta, la lucha tribal despiada, el miedo al otro, y ahora, la ausencia de agua y los climas atroces, sean demasiados asuntos como para sujetar la rabia y la furia de la gente.

Como escribía ayer Daniel Barenboim, la seguridad tiene que ver con la justicia. Durante muchas décadas, la acción política no se ha sido capaz de gestionar la paz en Oriente Próximo. Demasiados factores en juego, evidentemente, pero lo cierto es que, a estas alturas, la sensación de fracaso es inevitable, y no se trata ya de un fracaso de la clase política, y de los grandes liderazgos, enfrascados a menudo en el tablero geoestratégico, en la macropolítica mundial, sino de un fracaso de toda la humanidad. 

La política debería solucionar estos asuntos, pero, podemos decir con Barenboim, que este es un tiempo para el humanismo. Sin contemplar al otro en su humanidad, en su sufrimiento, no hay posibilidad alguna de encontrar una solución al conflicto, en el que el dolor alimenta el odio, como la gasolina alimenta el fuego. Sin considerar que primero es el ser humano, en su fragilidad, en su vulnerabilidad (y he aquí, en Oriente próximo, dos pueblos que han sufrido grandes injusticias a lo largo de la historia), no es posible acabar con el horror, con la destrucción, con la aceptación de que así es la guerra, qué se le va a hacer, que las imágenes serán difíciles de digerir, que el fuego será difícil de apagar, a no ser que arda en él todo lo que se odia. No parece una actitud lógica de una especie pensante, racional, empática. 

Esta semana de furia, en paralelo con la guerra en Ucrania, no resulta soportable. La gran dureza del enfrentamiento entre Hamás e Israel corresponde a la erupción de la historia latente, al estallido por sorpresa, pero de una forma tan violenta y brutal que incluso sorprende a los especialistas en este conflicto. He aquí todas las características de un horror sin paliativos. Cada mañana, los informativos muestran fotografías de increíble crudeza, como lo hicieron con las incursiones en Israel, pero esa tensión sobre el cielo de Gaza, esa imagen proporcionada por una cámara panorámica cuyo ojo permanece inmutable, anidando en algún lugar, ese skyline que parece absorto, en silencio, congelado en el tiempo, golpea incluso más que las calles polvorientas tras el derrumbe de los edificios por los bombardeos. 

Resulta difícil asumir tanta preocupación por los efectos colaterales del conflicto, tal y como aparece a diario en los papeles. Resulta difícil asumir tanto análisis geoestratégico, toda esa frialdad de la teoría de los equilibrios internacionales. Y la asombrosa preocupación por la suerte política de algunos líderes, golpeados por la ignición de la guerra, y por las consecuencias que tendrá para ellos el desempeño de las acciones militares. 

Se diría que el relato político se impone sobre la realidad doméstica y sobre el cuerpo de los muertos. La politización de la muerte es un asunto habitual, lo ha sido siempre, pero la lectura del cuerpo como representación de lo colectivo, incluso como sacrificio en aras de un bien mayor, no se corresponde con la imagen de desolación de padres y madres destruidos enterrando a sus hijos, ni con el paisaje reducido a escombros, ni con palabras como la venganza. El indecible sufrimiento de la población civil, la muerte inexplicada, la sangre con sabor atávico que recorre el espinazo de la historia, sacude los cimientos de cualquier civilización, daña irremisiblemente a unos y a otros, nos muestra un gran fracaso como especie.

Es indudable que los efectos globales de la guerra en Ucrania y de la guerra ahora en Oriente Medio pueden alimentar problemas geoestratégicos muy similares. Los precarios equilibrios globales se mueven con actores muy concretos que juegan sus bazas en prácticamente todas las partidas. Hay mucho dolor, a lo que se ve, en la búsqueda de la hegemonía mundial, en la lucha de los poderes y de las áreas de influencia. Pero es, una vez más, el dolor de la gente corriente, atrapada en un horror que no se puede soportar, ni siquiera como espectador de esas pantallas que traen la guerra a casa.

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