Los desastres naturales son tan cíclicos y salvajes como la propia naturaleza. No hay nada más cruel que esa inexplicable relación simbiótica que mantiene desde el Big Bang la vida y la muerte. Los seres vivos somos tan hijos de la vida como de la muerte en una lucha por la supervivencia en la que compiten todas y cada de una de las especies del planeta. Hace ya algunos siglos que la humanidad creyó haber conseguido escapar de esa bendita condena que nos permite existir pagando como precio la fragilidad de que esto pueda terminar mañana. Una ingenuidad de la que nos despiertan enfermedades, inundaciones, huracanes, terremotos, volcanes o pandemias.
Nunca podremos salvarnos del poder destructor de la naturaleza, pero sí somos responsables de continuar mirándola con despreocupación y condescendencia. Más aun cuando lo que sucede y lo que está por suceder es resultado de esa visión todopoderosa de la humanidad. Los desastres naturales siempre fueron cíclicos y salvajes, pero por culpa del cambio climático ahora serán más frecuentes. Los trágicos efectos de la dana que ha arrasado parte de la Comunidad Valenciana, Castilla-La Mancha y Andalucía no son una advertencia de la naturaleza, son una consecuencia del cambio climático. Es imprescindible, para salvar vidas, abandonar discusiones estériles sobre el negacionismo o la sostenibilidad y bajar a la dureza de la tierra un cambio de mentalidad que implica decisiones difíciles. Resulta urgente escuchar de una vez a los científicos que tienen dibujadas zonas inundables y lugares que se volverán inhabitables tras el paso tsunamis, riadas o sequías extremas. Hay que tener el valor de sacrificar propiedades y reescribir las leyes para salvar miles de vidas. Abandonar las zonas de riesgo debería ser nuestra nueva adaptación evolutiva. Es irresponsable seguir habitando playas, barrancos, viejos cauces, marismas o cráteres. La lista entera de desastres va a suceder pronto, aunque no sepamos ponerles fecha.