Quienes creen en la magia de Sus Majestades de Oriente hoy habrán recibido aquellos preciados tesoros que pidieron o merecían.
Encontrar un regalo al pie del abeto es uno de esos momentos del año que nos hace sentir relativamente felices. Tal vez porque ello conlleva saber que alguien nos quiere lo suficiente como para colmar nuestra ilusión, tal vez porque los lazos y los papeles de regalo huelen bien y aportan bienestar inmediato, son como el olor a magdalenas, un tren imaginario que nos devuelve por momentos a la infancia.
No obstante, los presentes navideños con el tiempo han ido convirtiéndose en premios desmesurados e impersonales que terminan provocando el efecto contrario al deseado. Y no son pocos los psiquiatras que recomiendan evitar consolas de última generación o relojes tentación, ya que corremos el riesgo de convertirnos en escaparate de consumo y receptores frustrados. Si cada 6 de enero dejamos temblando la visa solo estamos acostumbrando a nuestros hijos y nietos a valorar la generosidad por su precio y no por su valor, realidad bastante grave que termina generando futuros adultos insatisfechos con su existencia, personas que nunca tienen suficiente, porque son incapaces de valorar lo importante. Basta un buen libro, una bufanda, un perfume, algo hecho con tus manos o con las manos del arte, pero pongamos corazón en la magia. Podemos sentirnos afortunados si alguien ha dedicado un pedacito de su tiempo a pensar en algo que nos encandile, porque al otro lado de la calle hay ancianos muy solos para los que las páginas del calendario se van cayendo silenciosamente, agotándose como sus vidas.
Puestos a desear, deseemos a lo grande. Deseemos, por ejemplo, que haya paz en las fronteras en las que ahora hay misiles, que ningún niño viva en la pobreza, que la soledad no martillee la puerta de nadie. Mañana desayunaremos realidad. De nosotros depende poder tomarnos la vida sin edulcorantes.