Quien ha escuchado alguna vez sonar campanas en mitad de la noche difícilmente podrá olvidarlo. El sobresalto tiene algo de celestial. Si tocan a muerto, para espantar las almas que no quieren irse como hacen en algunos pueblos, el alma se te encoge a ti y el cuerpo quiere hundirse bajo las mantas hasta desaparecer. Si tocan a quema, da más miedo aún. Nadie espera por los bomberos, antes porque no los había y ahora porque siempre están demasiado lejos, da igual dónde y cuándo empiecen las llamas. Digna de estudio antropológico resulta la indumentaria del personal que, al toque frenético de las campanas, salta de la cama dispuesto a ayudar en lo que sea: los hombres recurren al mono; las mujeres, a la bata. Si ya lo han vivido antes, no olvidan la importancia de salir de casa con un caldero y pronto quieren formar una cadena humana desde las presas, por lo general completamente inútil porque sirve más para combatir la frustración que el fuego. Aunque con la tragedia pareciera que no hay tiempo para fijarse en los detalles, en los pueblos, ya pueden arder la iglesia, el ayuntamiento o la casa propia, siempre hay alguien que se fija en los detalles, que serán convenientemente analizados cuando se hayan ido los bomberos, a los que alguien increpará como si tuvieran la culpa, y todo el mundo haya contado lo que estaba haciendo justo en el momento en que empezaron a sonar las campanas. Alguien pagará durante toda su vida la condena de que el susto y su exceso de solidaridad le hicieran olvidarse de la peluca o de la dentadura por intentar ayudar.
Ahora las alertas llegan directamente a los teléfonos móviles, donde a todas horas suenan campanas y comentarios impertinentes. Alerta y bulo son dos palabras que a menudo suelen ir demasiado juntas. Se habla mucho de bulos malintencionados, de hackers rusos que quieren desestabilizar gobiernos, esferas fachas y wokes, los riesgos de la desinformación como si sólo fuera culpa de los demás, pero se subestiman el poder y el peligro de los bulos que nacen, crecen y se reproducen (nunca mueren del todo) simplemente por generación espontánea, sin otra maldad que la ignorancia. Así es como surgen la mitad de los motes.
Como de los hábitos del pangolín, de la financiación autonómica y del esquema de la selección española de fútbol, en este país ya hay auténticos expertos en protocolos institucionales de emergencias y en cuándo se debe mandar una alerta a los teléfonos móviles y cuándo no. Por ejemplo, en la provincia de León se envió el pasado fin de semana una alerta por la previsión de fuertes nevadas y los hosteleros de la montaña, esos resistentes, se mosquearon porque, claro, «si metes tanto miedo a la gente no sube nadie a comer, que al final nunca cae tanto como dicen y aquí estamos acostumbrados a la nieve». Debe de ser el mismo razonamiento por el que Carlos Mazón decidió no mandar a los valencianos la alerta de la riada de la que le advertían los expertos (¿qué sabrán esos listos agoreros?), no fuera a estropear el puente de Todos Los Santos en Levante. El resultado es que ahora hay que honrar a otros 229 muertos y que, a partir de entonces, al menos hasta que otra tragedia solape las inundaciones de la Albufera, nos van a llegar alertas hasta por las digestiones flatulentas de alguno de nuestros compatriotas.
Tan curiosas y variopintas como las indumentarias que se pueden encontrar en una cadena humana que trata inútilmente de arrojar calderos de agua al fuego que devora el tejado de una casa de un pueblo alejado del mundo, una pasarela sin glamur, son las opiniones sobre la procedencia o no de enviar alertas. Coincide que los que critican al Gobierno por no asumir el control de la tragedia de Valencia son los mismos, por lo que sea, que antes criticaban al Gobierno por declarar el estado de alarma durante la pandemia, curiosamente los mismos que, por lo que sea, mandaban a sus criadas a manifestarse porque quién es Pedro Sánchez para decirme dónde puedo ir y dónde no; coincide también que quienes antes criticaban que las autoridades osasen enviar alertas violando la intimidad de nuestros teléfonos móviles (insértese aquí una carcajada) suelen ser los mismos, por lo que sea, que se meten por una carretera nevada sin cadenas y piden que les rescate alguien porque «dónde coño está la Guardia Civil cuando de verdad hace falta». Antes el problema era que la gente sólo leía los periódicos que le daban la razón y ahora el reto es sobrevivir a nuestro algoritmo, pero de lo que no cabe duda es de que las ganas de discutir siguen intactas y nadie va a escuchar lo que no quiere.
La alerta por fuertes nevadas se fue repartiendo el pasado domingo por los teléfonos de miles de leoneses y bercianos como un repique de campanas llegado del futuro. Cuentan que en el Toralín, en ese momento, muchos espectadores del Ponferradina-Nàstic se perdieron parte del partido por estar mirando a sus pantallas, pero protestaron al árbitro igual. Por la montaña, la precaria cobertura hizo que el aviso llegara de forma un tanto desigual según las zonas, toda una metáfora de las distintas velocidades a las que va la vida en los pueblos y las ciudades, lo que se considera urgente y lo que no. En Riello, por ejemplo, les pilló en misa. Quizá el cura estaba anunciando en ese momento que las lucecitas, las compras y los banquetes que vienen son para celebrar el nacimiento del hijo de Dios, que nació en un pesebre después de que su madre se hubiera quedado preñada por el vuelo rasante de una paloma. Alerta bulo.