Recuerdo sobre todo uno de los muchos consejos que me han dado sin haberlo pedido ni haber mostrado nunca el más mínimo interés por el tema: a la hora de elegir presidente para la comunidad de vecinos, lo mejor es optar por alguno que tenga bigote. Hay diferentes teorías al respecto: si es mejor elegir a alguien joven que sea más resolutivo pero tenga menos tiempo o a algún jubilado, que en esta provincia hay como para elegir en todos los portales, a quien lo que le sobra es tiempo, pero precisamente ese puede convertirse también en un problema por un exceso de celo en la gestión. Como en todo, generalizar es un riesgo y aspirar a encontrar el término medio es casi como creer en los milagros.
Si complicado es encontrar una buena candidatura para la presidencia de la comunidad de vecinos, mucho más compleja resulta la elección para la junta vecinal de un pueblo. En el primero de los casos, el cargo suele ser rotatorio, con lo que no caben demasiadas dudas entre quien lo asume con ilusión y quien lo hace con resignación. En el caso de los pedáneos, entre los que hay auténticos héroes y también miserables villanos, la elección se complica notablemente, en primer lugar por la escasez de la oferta y en segundo porque es necesario buscar un partido que arrope, aunque sólo sea con las siglas en la papeleta, al que asume la responsabilidad. Ahí ya se empiezan a despertar los primeros comentarios, las críticas preventivas (esa costumbre tan leonesa) y las explicaciones justificadas a través del árbol genealógico, recurriendo si es necesario al papel de los abuelos en la Guerra Civil. A la hora del vino, suele cuadrar todo menos las cuentas.
Desde que se aplicó la llamada Ley Montoro, las administraciones locales, de todos los tamaños y cada una en su proporción, volvieron de alguna manera a viajar hasta el siglo XIX, cuando el alcalde de turno no sabía escribir más que su nombre, con suerte, y era el secretario quien disponía a su antojo. Cuando accedió al cargo de ministro de Administraciones Públicas, Montoro estaba recién divorciado y le parecía que usando corbatas amarillas no llamaba lo suficientemente la atención, así que para salir de la crisis se sacó de la manga la llamada Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local, en la que había partes completamente necesarias pero en cuyo fundamento sólo le faltó añadir que es que los socialistas desfalcan todo lo que tocan. Como muestra de su ignorancia y de ese peligrosísimo razonamiento de que lo mejor que uno puede hacer con aquello que desconoce es eliminarlo, quiso primero liquidar todas las juntas vecinales y después prohibir que los vecinos actuasen como secretarios, algo que por suerte cambió con la llegada a Moncloa de Pedro Sánchez y su ego.
El resultado es que, vaya con sus mejores o con sus peores intenciones por delante, el pedáneo está obligado a ser un valiente porque, por parte de la administración, encontrará muchas trabas y pocas ayudas. Eso sin entrar en lindezas del tipo esos trámites imprescindibles para un pueblo que sólo se pueden hacer por internet desde un pueblo en el que no hay internet. Cierto que en ese galimatías también hay pedáneos que han dinamitado la convivencia vecinal al tomar posesión del cargo o que culpan a la Diputación de no haber pagado las subvenciones en tiempo y forma, cuando en realidad ellos no han presentado la documentación ni en tiempo ni en forma porque simplemente no la han presentado, pero es a las administraciones de mayor tamaño a las que se les debe exigir el apoyo y la vigilancia de quien ni es profesional del cargo ni tiene que serlo. De la comparativa entre lo que cobra un político por jugar con la revalorización de las pensiones en función de su estrategia electoral y lo que cobra el presidente de una junta vecinal por serlo de forma permanente, los días en los que el silencio envuelve el pueblo y los días en que se llena de veraneantes, salimos todos tan mal parados que es mejor no pensarlo. ¿Qué puede pensar un pedáneo al que han insultado y amenazado a su familia cuando escucha los lloros porque las críticas a sus señorías entran en terreno personal?
En la provincia de León tenemos más de 1.200 juntas vecinales y nos gusta presumir de los concejos como parte de nuestra identidad, pero no se puede decir que cuidemos a nuestros pedáneos.Ayer mismo se celebró una concentración frente al Ayuntamiento de Truchas en solidaridad con la pedánea de Villar del Monte, cuya casa ardió el fin de semana pasado. Fue, en realidad, una forma de reconocer que el incendio había sido intencionado y que el motivo fue el cargo de esa valiente mujer que estos días ha declarado que sus vecinos «me apoyan en las elecciones pero no en mis denuncias». Todo el mundo sabe quién le quemó la casa, quién lo ordenó y por qué, del mismo modo que todo el mundo lo veía venir pero nadie hizo nada por evitarlo. Con mucha diligencia, nuestros altos representantes políticos fletan autobuses para animar a Pedro Sánchez a que salga más fuerte de sus jornadas de reflexión o para protestar contra la amnistía a Carles Puigdemont, asuntos en los que nos quieren convencer de que nos va la vida a todos, pero ayer, por lo que sea, ninguno pudo acercarse hasta La Cabrera (el PP ni siquiera envió a sus representantes de las pedanías cercanas) para apoyar a una pedánea que, por serlo, se ha quedado sin casa y sin coches. Dirán que son problemas personales, como si eso justificase algo. ¿En cuántos pueblos está a punto de pasar algo así? Pasará, cada vez más. Y tal día hizo un año.