Me hizo sentir tremendamente viejuno que me llamara tanto la atención la gran cantidad de jóvenes que tenía a mi alrededor. Pensé primero, por las horas, en la salida de algún after, pero tenían todos un aspecto muy sano, guapos y limpios, barbas perfiladas ellos y brillos imposibles ellas, como recién salidos del gimnasio, como si estrenasen todos ropa, sonrisas que combinaban el cepillo con el irrigador, prácticamente todos uniformados con sus abrigos de paño, sus detallados cortes de pelo y su amabilidad de influencers enrollados. Se parecían tanto entre sí que, descartada la hipótesis del after, sospeché si se habrían fugado todos los maniquís del Zara a la vez. Si no salían del after, si no beben ni fuman, si lo que pasaba en realidad era que estaban haciendo cola para disfrutar de un brunch en el último local de moda, con leche de avellanas, muesli y arándanos deshidratados, ¿cuánto pensará vivir esta gente? Conforme se me encadenaban los pensamientos iba envejeciendo un poco más, puede que un año entero solo por aquel tramo de acera, hasta que mi atención se centró en otra circunstancia que me resultó aún más llamativa: a ambos lados de la calle, todos los locales estaban ocupados por pequeños negocios y, en aquel momento, abiertos al público. Tradicionales y modernos, había en cuanto a los comercios mucha más variedad que en cuanto a la indumentaria del personal, aquí una frutería, allí una herboristería, tiendas de uñas horteras, de carcasas de móviles, ortopedias, zapaterías rancias, librerías ecofeministas... Me sentía desorientado, raro, fuera de mi hábitat, sin saber exactamente qué era lo que estaba pasando a mi alrededor, lo que me extrañaba tanto. Me hizo caer en la cuenta el hecho de que llevaba un buen rato sin saludar a nadie, ni de buenas ni de malas, así que fue entonces cuando supe la explicación a la cantidad de jóvenes y a la ausencia de locales cerrados: no estaba en León. Claro.
La Unión del Pueblo Leonés publicó esta semana una encuesta que se podría calificar como de refuerzo en la que, entre otros asuntos, se afirmaba que más de la mitad de los leoneses piensan que los jóvenes tendrían más oportunidades en el caso de que la provincia no perteneciese a su actual comunidad autónoma. El resto de conclusiones de la encuesta definen a la perfección el carácter leonés: la mayoría, formada por votantes de todos los partidos, estaban de acuerdo en que León había sido perjudicada con respecto a otras provincias de Castilla y León y que desearían crear un nuevo modelo territorial, pero a partir de ahí entraban las divagaciones cruzadas tan ‘made in León’ y las opiniones se disipaban entre los que preferían una nueva comunidad uniprovincial, una formada por León, Zamora y Salamanca y los que apostaban por la unión de León y Asturias. Lo más creíble de la encuesta, realizada por Metroscopia, es que sólo uno de cada diez leoneses pensaba que, a la hora la verdad, se podría llegar a modificar el actual mapa autonómico. De nuevo surge, a modo de conclusión final del trabajo de campo realizado con más de mil llamadas sobre el «censo electoral residente», ese verbo del leonés no académico que aún no han sabido conjugar los sociólogos, tanto los profesionales como los vocacionales, para entender lo que pasa en esta provincia: reburdiar.
El término explica que, pese a su crecimiento durante las últimas elecciones, el leonesismo termine dando siempre muchos más likes que votos. En la sucesión de ciclos políticos, a todos los niveles, el leonesismo se enfrenta ahora a otro de sus puntos de inflexión, como ha pasado históricamente, con el grave riesgo de atomizarse y, una vez más, quedar diluido durante otra década. Sólo hay que mirar hacia atrás para comprobarlo. Su reciente aumento en apoyos, más por la desidia de sus rivales que por sus propios aciertos, ha conseguido preocupar a los grandes partidos, pero serán precisamente los grandes partidos los que lo parasiten primero y, si eso no les resulta suficiente, lo dividan después. La escasez de liderazgos y de cantera harán lo demás.
Pero más allá de estrategias maquiavélicas, más allá de buscar culpables siempre en la meseta, la reburdia, con su consabida falta de autocrítica, concentra muchos de los males de esta provincia, en la que la dispersión geográfica de nuestros pueblos y la proliferación de tantas cofradías quizá se expliquen mejor desde el carácter, el «a mí dejadme en paz que no quiero andar dándole explicaciones a nadie», antes que desde la auténtica necesidad. Influye también que en esta provincia la edad media de los votantes, a la que no hace referencia la encuesta de refuerzo leonesista, se sitúa en esa contradictoria franja en la que no depender ya de una nómina otorga la valentía para decir, sin diplomacias, lo que uno verdaderamente piensa y ha estado callando durante toda su vida pero, en cambio, a la hora de votar se sigue prefiriendo al que más pinta tenga de garantizar las pensiones. Maniquís delZara también, pero en versión senior. Por eso aquí se celebra a diario el Día Mundial de la Reburdia, en el desfile de carros engalanados la mitad de los participantes se niegan un año a hacer el mismo recorrido de siempre, la mitad de la lucha leonesa lucha contra la otra mitad y hasta los mismísimos nombres de quienes deberían canalizar tanta frustración, como Unión del Pueblo Leonés o Unidad Leonesa (la incógnita de si estos últimos grandes teóricos se constituirán en partido político despierta muchas inquietudes) son en realidad un imposible, toda una dicomotomía, un oxímoron, algo así como cuando en la selección española de fútbol se pasaban la pelota entre Amor y Hierro.