Va avanzando agosto y sigo echando de menos el verano. El verano de antes en la España interior cuando las ciudades se vaciaban durante semanas, los comercios cerraban y en los restaurantes no había que reservar mesa. Los ayuntamientos aprovechaban para generar pequeños caos con las obras pendientes, se reasfaltaban las calles y se volvían a pintar los pasos de cebra. Los pocos habitantes no salían de casa antes del ocaso. Eran una suerte de supervivientes de esos apocalipsis cinematográficos en los que el mundo se nos ha quedado grande y peligroso. En los agostos de antes solo habitaban la ciudad los pocos que se habían ido de vacaciones en julio, los que no tenían pueblo y a los que el sueldo no les llegaba para ningún éxodo.
Ahora todo es distinto y las ciudades ya nunca dejan de ser ciudad. De aquellos veranos conservamos las obras y sus cortes de tráfico. Es conocido que las administraciones suelen ser las últimas en enterarse de los cambios. Los urbanitas hacemos turnos casi perfectos para no huir a la vez del asfalto y quizá sea una secuela más de la pandemia, de aquel terror que provocaron las plazas desiertas y las persianas cerradas. Sin embargo, hay un día de agosto en el que las ciudades marcan mínimos. Y será este sábado. Lo asegura el periodismo de datos que consiste en traducir los números a palabras. El segundo fin de semana de agosto se registran en las principales ciudades españolas las menores cifras de habitantes de todo el año, según Maldita.es, por la conjunción de vacaciones y fiestas en los pueblos. En algunas de ellas ese descenso alcanza el cuarenta por ciento.
Así que solo tenemos un día para añorar veranos añejos como en una canción de Sabina. Un día vacío y salvaje en el que la ciudad será nuestra igual que fue la Gran Vía para Eduardo Noriega en ‘Abre los ojos’. Para correr por las avenidas con los brazos abiertos, besarse en todos los bancos y en cada farola, aparcar a tu puerta y tener solo para nosotros al camarero.