30/04/2023
 Actualizado a 30/04/2023
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Los niños de mi pueblo bebíamos a morro. Lo hacíamos en el río, en la fuente y en la presa. Bueno, en realidad las niñas, más por evitar mojar las trenzas que por modales, formábamos cuencos con las manos y tomábamos sorbitos mientras los chicos, con las cabezas totalmente sumergidas, se convertían en matas de pelo, como algas flotando en el agua. Sólo sus estruendosos sorbos delataban que no estaban ahogados y amenazaban con desecar el reguero. Un poco más allá y con más discreción que ellos, bebían el perro y un par de yeguas. Se decía que aquel mismo remanso tan cercano a las colmenas de Genaro, era el abrevadero favorito del oso cuando la noche se echaba encima, aunque de secreto tenían poco sus paseos nocturnos y todos sabían que no era agua lo que buscaba. Así convivíamos humanos, animales, agua, sed y tierra. Y respeto entre todos esos elementos. Ecosistema se llama, aunque nosotros no lo sabíamos.

Esta semana las palabras calor y sequía, además de secarnos la boca e irritar el oído por repetitivas, me han trasportado de nuevo a ese lugar de mi infancia del que tantas veces hablo, donde los avances no tuvieron prisa por llegar, permitiéndonos a algunos conocer las ancestrales costumbres de nuestros viejos. El agua no se medía por litros y la palabra cúbico sólo la conocían el maestro y los dos alumnos más espabilados. En aquel lugar el agua se media en movimiento o parada. Primero se hacía por nevadas y deshielos, por regatos bajando montes, quebrantos saltando peñas y pozas en los humedales. También contaban los nubarrones de verano, los pedriscos, alguna que otra riada y hasta las goteras del desván sumaban, calmando la sed del geranio, que bonita era la abuela para desperdiciar nada. Y ya con el agua calmada, su balance se reducía a una presa perdiéndose entre los huertos, un manantial rodeado de juncos, una fuente con caño y dos ríos muy pequeños y mansos, llegados de ambos valles, que abrazaban al pueblo y fundidos en una Y se escapaban buscando un mundo más grande, donde el agua brotaba en las casas, había depuradoras, cloro, duchas, tuberías y grifos.

Y allí quedaban ellos, de los que siempre escribo, los que lo guardaban todo ‘porsiacaso’ hacía falta, con sus calderos y baldes, barreños, botijos, botes y latas que hoy, hablando de agua, sacarían seguro. Y quedaron ellas, a las que en plan poético describí como “mujeres de botijo, caldero y balde apoyado en la cadera, dirección a la fuente o al río; como mozas de acuarela y agua de tendales blancos… moldeadas por el pincel de Sorolla…” que sacadas del contexto literario no eran otra cosa que mujeres cansadas, muy cansadas, sin agua corriente en casa. Y lo que pretendí convertir en un bonito baile de caderas camino del río, sólo era un pesado balde repleto de ropa que quedaría a remojo hasta que el sol la templara. Después habría que frotarla sobre una piedra o tabla en el río para poder hablar de hermosos tendales. Sus días empezaban con dos calderos de agua a los que se sumaba el peso de la madrugada, para empezar las faenas de casa. Y si llovía, bendición de dioses, aquello sí era un baile de botes y latas recogiendo la trama de hilos de agua urdidos desde el tejado hasta el suelo. Cada gota recogida era un diamante en la lata de beber las gallinas, refrescando la mata de margaritas y salpicando la hilera de geranios que cuajaban los balcones de María. «Cuantas zancadas al río me ahorra una lluvia» decía. Así era su cosecha de agua. Continua. Diaria. Cansada.

Mi infancia también tuvo huertos y campos con sus turnos de riego. Son recuerdos dóciles en los que un hombre inclinado encauza con una azada el agua hacia su tierra, rumbo a sus frutos. Después se endereza, echa una ojeada al reloj y se va a su casa. Ya llegará el siguiente y tomará el relevo a la hora en punto. Y de nuevo, respeto. Respeto a la tierra y sus elementos y respeto a sí mismos. Hombres que sabían lo que hacían con herederos aún activos, en lucha permanente por salvar a la tierra de salvajes especuladores. A quien haya mamado el amor a la tierra, el valor de una espiga o de una gota de agua, le cuesta callar ante el caso Doñana, que ya viene de largo. Irrita la carencia absoluta de principios de esos caciques que convierten paraísos naturales en cotos privados sin leyes que valgan y después, con un par de narices, pretenden legalizar la fechoría, convirtiendo en terrenos agrícolas de regadío sus hermosos campos de frutos rojos a costa de terrenos de secano y árboles talados. Y preocupa que nadie corte por lo sano este tipo de actos, tan graves que ponen en peligro un recurso finito como es el agua dulce, si no se usa adecuadamente.

Algunos nacimos donde nace el agua y la bebimos a morro en su propia cuna. Algunos sabemos su valor, la importancia de no tenerla y el sacrificio de ir a buscarla. Algunos crecimos con un botijo en cada mano y fuimos a la fuente cada día del año para que hubiera agua en la mesa. Algunos crecimos sin grifo y valoramos cada gota de agua.
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