Los muertos de Cerredo llegan de pronto a la memoria popular como una jugada cruel del tiempo, como si la tragedia diera un último coletazo inexplicable. Nadie espera muertos en una profesión difícil y peligrosa cuando apenas quedan explotaciones en marcha y la mina es, fundamentalmente, la historia de un pasado que no muchos comprenden desde fuera. Pero esos muertos han llegado cuando ya estábamos en otra cosa. Con la minería como parte de los libros y de los recuerdos, también como parte de la historia dura de tantas familias: todo parecía ya memoria.
Con la tierra no se juega, dicen los fatalistas. Lo contaba el sábado, tan magníficamente como siempre, nuestra compañera Noemí Sabugal, en su artículo de ‘El País’. Ella sabe de lo que habla. Y está su libro, ‘Hijos del carbón’, que recogía con infinito afán todo ese poso de la memoria, ahora, que, en efecto, era ya tiempo de recordar, lo bueno y lo malo.
«Alrededor de la mina giraba la vida», escribía el sábado Sabugal. Sí, más alrededor que en su interior, donde necesariamente se jugaba en territorios hostiles para la existencia. Las minas hicieron que los niños llenaran las escuelas y las calles, que hubiera alegría y risa, comidas de celebración y matrimonios jóvenes construyendo vidas en valles hermosísimos, incluso propiciaron una bella historia de diversidad y convivencia entre personas de variadas procedencias, ahora que los tiranos ponen en jaque las ideas de respeto por los otros, vengan de donde vengan. La mina fue un lugar de aceptación, de recibimiento, de comunión con la tierra nutricia y feroz: es la dignidad de trabajar con las manos, como ha escrito Manolo Rivas.
En León la mina tiene una historia mítica, homérica, ese perfume mítico del viaje por las profundidades, y, a pesar del dolor y de la muerte que a veces llegaba en silencio, siempre se respetó esa forma de vida extrema, heroica en realidad. Se aceptaba el riesgo con una nobleza emocionante, como los astronautas o los submarinistas. Y cuando llegó el cierre y el fin (ahora se especula con que el carbón volverá), los mineros no se acordaron del pozo y del grisú, sino de la bonanza que se acababa. Lloraron por las tiendas cerradas, y por los parques poblados de niños de las familias nuevas, que inexorablemente se vaciarían y dormirían en el óxido de los días de lluvia, y lloraron por una forma de vida que se extinguía sin remedio, como si de aquellos pueblos del oeste americano se tratara: condenados al olvido y a la monotonía, despojados de toda forma de futuro.
Como decía también Noemí Sabugal, aún estábamos despojándonos del luto y de la nueva insignificancia, aún estábamos poblando las habitaciones de la memoria. Aún estábamos negociando con todo ese pasado inmenso, profundo en todos los sentidos, esa historia de la que no podemos prescindir. Eso que ha quedado prendido al corazón. Y, de pronto, este absurdo de la muerte, cuando todo parecía dormido, amortizado, cuando ya éramos material de derribo, como tantas cosas en esta provincia, cuando sólo queda la literatura y la memoria para recordar lo que un día fuimos. Y aún la muerte, como dragón hibernado, dando sus coletazos en las entrañas de la tierra. Y aún esa resignación, que decía Noemí. La puta mina, ya se sabe. Su cuota de muerte. La que demanda el dragón telúrico. El destino. El fatum oscuro. Nada de eso es verdad. No hay que pagar la cuota de la muerte. No es un peaje a la tierra, no es una fatalidad.
La aceptación y la resignación hablan de pueblos nobles, pero demasiado domesticados. Duele decirlo. Nuestro escepticismo ante los males que sufrimos se queda en frases deshilachadas, que penden de los árboles de la noche. Son quejas condenadas al olvido o a la intrascendencia. Contemplo, mientras escribo, esa manifestación que demanda el regreso de FEVE al centro de la ciudad, el retorno de las comunicaciones de montaña que, en esta provincia, también tiene características míticas y muy literarias. Hablamos de asuntos de gran relevancia que languidecen, porque nos hemos acostumbrado a languidecer. No es victimismo: son datos. En Galicia, Alfonso Daniel Rodríguez Castelao, intelectual y diputado, del que se cumplen este año 75 años de su muerte, defendió siempre el ferrocarril como instrumento necesario para el progreso. ¿Qué tenemos aquí? ¿Cómo se han solventado las promesas de inversiones ferroviarias en esta provincia? ¿Cómo comprender, entonces, ese languidecer de los proyectos?
Pronto te acostumbras a este paisaje de la desolación. Por un lado, el patrimonio herido, las torres derrumbadas, la incapacidad de mantenerlo todo en pie, porque la historia es mucha. Los alpendres, las naves, los edificios mineros, los pozos y sus infraestructuras, constituyendo un paisaje que ya no es más que un decorado tembloroso de la memoria. Sólo agitan sus brazos los gigantes, los molinos del gigante Briareo. Los montes y los bosques olvidados, la ganadería doliente: una provincia rotunda, paisajísticamente incomparable, que sigue esperando una mano que la despierte.
Mientras las muertes de Cerredo abren las heridas de un pasado aún presente, mientras levantan en el inicio de abril (en efecto, el mes cruel de Eliot), ese muro de fatalidad y resignación que en nada nos ayuda, escucho esta historia kafkiana del ferrocarril, el habitual relato de la inacción o del descreimiento. Soñé, creo que estúpidamente, con que León se apuntase al metro ligero, como muchas ciudades europeas. Ordoño es ahora un lugar para la confluencia, para el acercamiento ciudadano. Creo en las ciudades que potencian entornos de seguridad para los peatones y las bicicletas, por supuesto, pero también para el transporte público moderno y ecológico. Sacar el coche del centro de las ciudades, sí, pero no sólo para sustituirlo por aparcamientos subterráneos, sino para establecer un circuito de movilidad pública no contaminante que se mezcle con la energía dinamizadora de la gente. Pero me temo que es mucho pedir. No somos tan europeos, todavía. Y tendríamos que serlo mucho más.
Ni Feve, siquiera, logra alcanzar el corazón de la ciudad. Los pequeños trenes que articularon históricamente la montaña languidecen también. Y están los pueblos, ahora que se devanan los sesos por encontrar soluciones al abandono rural. ¿No tendrá que ver, también, con el acercamiento a la ciudad, con ofrecer conexiones como herramienta de progreso? No parece difícil de entender. ¿Cuánto se invierte en obra pública en León, en comparación con el conjunto de la región? Pongamos por caso. En fin, los días negros se acumulan en nuestro corazón. Aunque nada tan negro como estas muertes inexplicables de Cerredo. Este luto que regresa con aire de otro tiempo.