¿Quién no ha salido alguna que otra vez por el Húmedo para ahogar sus penas? Pocas cosas habrá más humanas que lo de emborracharse para olvidar. A buen seguro que ese pensamiento rondó hace algunas semanas por la cabeza de Karla Sofía Gascón, Prieto Picudo en mano, en su romería por La Bicha, El Flechazo y demás bares del casco antiguo de León. A esa misma hora, los de su gremio se daban palmaditas en la espalda durante la gala de los Goya, convenciéndose de que estar en un supuesto lado bueno de la película, de sus películas, les exime de mirarse de vez en cuando en el espejo de sus propias contradicciones.
En una realidad paralela, tan factible como esta, la actriz transexual estaría ahora mismo pensando en qué decir en su discurso, en este caso con estatuilla de mejor actriz en mano, durante la gala de los Óscar. Con todos los expertos reduciendo a cero sus posibilidades de ganar, solo le queda seguir dando vueltas y más vueltas a por qué publicó aquellos tuits o, en el mejor de los casos y como premio de consolación, evocar el sabor de la morcilla que le pusieron en La Bicha o de las patatas del Flechazo. Lo mismo da, como tantas otras víctimas de la cancelación cultural, Karla Sofía Gascón ha dejado de existir para quienes se presuponían sus iguales. Al parecer, en la alfombra roja de este domingo lo único que recibirá de sus colegas será alguna que otra mirada condescendiente, las risas enlatadas por el comentario ácido del monologuista de turno y, con suerte, un desaborido vino californiano que tenga perdida cualquier comparación con el Prieto Picudo.
Calificar de desafortunados los comentarios que han dejado a la española sin el Óscar es quedarse demasiado corto. Lamentables, censurables, terribles. Sin embargo, su actuación en ‘Emilia Pérez’ sigue siendo objetivamente igual de buena que cuando todos sus compañeros asumían que este fin de semana se llevaría la estatuilla. Una polémica que ha reabierto el enésimo debate sobre los límites de la libertad de expresión y de si las opiniones pueden, deben, posicionarse por encima de los hechos. De nuevo, no hay margen para la disforia opinativa.
En el siglo XXI que nos prometieron el derecho a cambiar de sexo debía ser tan natural como el derecho a cambiar de opinión. Al mismo nivel. Ni menos, como en ese gris pasado que de tanto mentarlo ya es negro presente… ni tampoco más, como bajo esta grotesca doble moral de quien da y quita derechos a su conveniencia. Discrecionalidad de cierto pseudoprogresismo que, a mi entender, termina por hacer un flaco favor a la noble causa que defiende.
El error, equivocarse, siempre fue una de esas pocas cosas más humanas que lo de emborracharse para olvidar. Sin embargo, en este distópico siglo que se nos ha ido quedando, hasta la realidad parece condenada a ahogarse en sus propias penas. Me voy al Húmedo.