Tribuna. Fila 14. Asiento 14. Fue necesaria la ayuda de los militares para indicarnos el camino a los que no conocíamos las salas polivalentes que, como por arte de magia, aparecen cuando necesitan aumentar el aforo del Auditorio de León. Confieso que sólo conocía la sala principal, ahí donde el escenario queda ante tus narices y piensas que detrás de los artistas solo hay un cortinón de terciopelo y la pared que da a la plaza de San Marcos. Allí se celebró esta semana el concierto del Día de la Familia, a favor de la Asociación de Enfermedades Raras de León. Fue la Unidad de Música de la Academia Básica del Aire y del Espacio de León quien ofreció el concierto, acompañados por un genio de la palabra y el humor, José Francisco Fernández, quien enredó la música con la fantasía y creó tanta magia que resultó necesario abrir todos los espacios, hasta ese lugar tan alto que produce un poco de vértigo donde existes sin ser visto. Allí donde hasta la orquesta te da la espalda y solo el director te intuye en las altas penumbras. Un lugar que te permite otear como un pájaro el ritual de los músicos y ver cómo prepara y afina cada uno su instrumento, ordenan las partituras, intercambian miradas y se acomodan mirando al director de orquesta y, si me apuras, ves cómo nace cada nota, una por una. Esta semana estuve allí, donde se ve nacer la música. Y de frente, al otro lado del escenario y de la orquesta, un público un poco más pequeño y mágico se sumaba al habitual de cualquier concierto. De allí salió Miguelín ofreciéndose voluntario y casi con lo puesto se echó a la mar entre tambores y clarines uniformados. Combatió en Lepanto con la orquesta militar poniéndole sonido a sus batallas y enjundia al cuento, hasta que regresó tan manco como la historia cuenta. Y allí mismo, pluma y tintero en ristre y ante todos nosotros, de su único brazo nacieron el Quijote y Dulcinea, un Sancho hiperactivo y un barbero al que se le olvidó salir a tiempo mientras la banda militar de música, totalmente entregada, acompañaba al hidalgo en sus amores y correrías. Claro que fue necesario abrir todas las salas polivalentes y casi hubiera que levantar el techo del Auditorio para dar espacio a tanta magia y espectáculo, consiguiendo mezclar la seriedad de una orquesta militar con una obra de teatro infantil, compartiendo escenario. El resultado fue inmenso, visto desde la fila 14, asiento 14 de tribuna, donde todo está ante ti porque tú eres lo último.
Ese maravilloso concierto-teatro hubiese sido la columna de esta semana de no haber existido el fuego ni el viento, ni la alianza de ambos convirtiendo un par de edificios en una antorcha. De tener que hablar de fuego y de Valencia, había material para hacerlo con la cercanía de las fallas y la polémica mascletá madrileña de la semana pasada, en la que trescientos siete kilos de pólvora retumbaban mientras se dibujaban tres banderas en el cielo madrileño, a orillas del Manzanares. Después hablaríamos de chistes con el pato muerto, las naranjas valencianas, el pato a la naranja y las veinte mil personas que acudieron al Madrid Río a ver el espectáculo. Siete minutos para quemar trescientos siete kilos de pólvora era suficiente para enfadarnos. Pero no. Hoy hablamos de Valencia, pero lo hacemos encogidos porque hemos asistido a otro espectáculo en el que bastaron veinte minutos para ver dos edificios calcinados, ardiendo como si fuesen de papel, por negligencia humana, por las prisas en aquella burbuja inmobiliaria que enriqueció a unos pocos y nos explotó en la cara a todos, cuando los edificios se construían de noche y se vendían por la mañana porque crecían en horas, como las setas en mi pueblo.
Por macabro que resulte, confieso haber sido incapaz de separar la vista Sara y Amar, esa pareja atrapada en la terraza de un séptimo piso, rodeada por el fuego durante dos agónicas horas mientras pensaba en qué se sentirá cuando un ángel de la guarda montado sobre un brazo gigante de hierro, se coloca ante ti y se empeña en mantenerte vivo empapándote de vida mientras la muerte pretende quemarte. Cuántos rezos de todos los credos volarían hasta allí pidiendo que llegasen ambulancias, bomberos y más ángeles montados en brazos de hierro para salvar a los que suponíamos adentro. Qué impotencia ver al fuego correr más que al fuego y adelantarse a sí mismo arrasando todo lo vivo.
Un abrazo a los que han sufrido esta tragedia y un silencio para los que se hicieron aire, en especial para ese niño que había usado la vida tres años y su hermano, el bebé que ni la había estrenado. Necesito a José Francisco y su magia porque el día del concierto aseguró haber visto a la Sirenita en el puente de San Marcos y la orquesta, al saberlo, abrió el concierto con su banda sonora. Si fue capaz de traer a Cervantes y escribir el Quijote ante nosotros, debería enviar a la Sirenita de misión a Valencia, que lo de esos niños no puede quedar así, que no hay crespones negros tan pequeños ni lágrimas tan grandes...