21/02/2025
 Actualizado a 21/02/2025
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Stanley Kubrick, maestro en diseccionar las miserias humanas, nos regaló en 1964 la película ‘Dr. Strangelove’, una sátira delirante sobre la guerra nuclear, que en España llegó con el título de ‘¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú’. En ella, un general estadounidense desquiciado, Jack D. Ripper, decide por su cuenta lanzar un ataque atómico contra la URSS, desencadenando un caos que nadie puede frenar. Entre absurdos protocolos, incompetencia política y delirios ideológicos, la humanidad se asoma al abismo. Una parodia, sí, pero que hoy parece menos ficción y más crónica de la realidad.

Basta con mirar a Donald Trump y su reciente giro geoestratégico. El presidente estadounidense, como un Dr. Strangelove moderno, ha dado un vuelco de 180 grados en su política exterior, llevando a EE UU de ‘primo corpulento’ de Europa, a aliado inesperado de Vladimir Putin. EE UU, que hace nada fulminaba a Rusia con sanciones económicas, ahora negocia con ella como si fuera un socio preferente. ¿Principios? No, puro mercantilismo, disfrazado de pragmatismo y con un tufillo a oportunismo electoral.

Este juego de alianzas cambiantes no sólo deja a Ucrania y a miles de muertos en la estacada, sino que lanza un mensaje claro a toda Europa: se acabó la tutela americana. Si Washington se siente más cómodo pactando con autócratas que defendiendo democracias, es hora de que Europa abandone su eterna adolescencia y asuma la mayoría de edad, fortaleciendo la unidad y apostando por una defensa común con un ejército numeroso, bien preparado y dotado. No podemos permitir que el Viejo Continente se convierta en una colonia geopolítica de las superpotencias.

Y es que, si Europa se une, es un adversario a tener en cuenta. Un reciente informe de ING muestra que en el intercambio de «productos críticos», Europa lleva las de ganar: comerciamos con 122 productos estratégicos, mientras que sólo 8 vienen de EE UU, y ellos dependen de nosotros para 32 de esos bienes clave. 

Lo más insultante de este nuevo tablero geopolítico es ver cómo EE UU y Rusia negocian en Arabia el futuro de Ucrania sin invitar a los propios ucranianos. Es como si Washington se sentara con Marruecos para decidir el futuro de Andalucía. Y no, no es una exageración. En este mundo cada vez más volátil, Ceuta y Melilla deberían preocuparnos tanto como Taiwán preocupa a los taiwaneses frente a China.

La gran lección es que un aliado natural puede mutar en adversario por el capricho de un solo hombre. Como el general Ripper en la película, Trump ha pulsado el «botón rojo» diplomático, poniendo patas arriba alianzas que parecían inquebrantables. La buena noticia es que no hay mal que por bien no venga: si Europa se toma en serio su papel, este abandono americano puede ser el empujón que necesitábamos para dejar de mirar hacia Washington y empezar a mirarnos a nosotros mismos.

Como diría el propio Dr. Strangelove: «¡Mein Führer, puedo andar!». Quizá Europa, tras décadas de servidumbre estratégica, por fin se levante y camine sola.

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