15/01/2017
 Actualizado a 12/09/2019
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Corrían años de vino y rosas cuando uno jugaba al fútbol, como profesional, en el CD Badajoz de segunda división. Solíamos tomar –los menos disciplinados– cañas de cerveza en vez de vino después del entrenamiento en las terrazas de los bares que aún perviven en la plaza principal de la ciudad, la de San Francisco, una plaza ajardinada con rosas, eso sí, y con un escenario musical en el centro de escaso uso. Al lado de uno de los kioscos de prensa tarareaba cupones de lotería un vendedor ciego, de inequívoco acento andaluz, y allí que me fui yo –sin saber por qué, ya que nunca había jugado a la lotería– a comprar uno de aquellos boletos blancos de entonces, que costaban veinticinco pesetas.

Volvimos al día siguiente, tras el entrenamiento, a refrescar el gaznate. No dudé en acercarme al vendedor ciego y comprar un cupón, como excusa para preguntarle por el número premiado el día anterior. ‘El setesiento trese’, contestó volviendo hacia mí la cara adornada con las lunas blancas de sus ojos. El 713 era mi número, el que yo le había comprado, y no acertaba a saber si se estaba burlando de mí porque me conocía (¿pero cómo iba a conocerme, si no veía, el ciego?), o porque se había compinchado con alguno de mis compañeros para gastarme una broma. En el kiosco de prensa compré el periódico local y me fui al interior de la contraportada: allí estaba el 713, sí señor, pavoneándose alegre ante mis ojos.

Compré un nuevo cupón y pregunté al ciego andaluz que dónde podía cobrar el boleto premiado. «Vaya uhté a la onse a la plasa la Soledá», contestó orientando esta vez la cara al cielo. Invité, faltaría más, a mis compañeros a una ronda y, al día siguiente, pedí permiso al entrenador para acercarme a la plaza de la Soledad con la intención de cobrar el premio. «¿Y no puede usted cobrarlo a otra hora que no sea a las once?», me dijo el entrenador. «Eso me ha dicho el vendedor, se lo prometo: vaya usted a las once a la plaza de la Soledad, y en las oficinas se lo pagarán. Será ésa, digo yo, la hora de pago».

De manera que me retiré a mitad de entrenamiento, bajé las escaleras hacia los vestuarios, me duché, y me acerqué a la plaza de la Soledad, que con el tiempo ha pasado a llamarse plaza del Porrina, en honor a un cantaor flamenco de la ciudad. Eran aquellas unas oficinas lustrosas, con ventanillas doradas donde los empleados atendían a los clientes. Me acerqué a una de ellas y presenté el cupón blanco premiado; el empleado echó mano del micrófono que tenía junto a él y preguntó: «Qué dice usted que le pague?».

La frase atronó en el ambiente silencioso y me obligó a musitar al voceador: «Por favor, sólo quiero cobrar mi cupón, el 713, el que tocó ayer». Tardó un instante en contestar, el tiempo que dedicó a mirarme fijamente por ver si estaba bromeando; luego ojeó el boleto y trasmitió al micrófono idéntica potencia a la anterior: «Es aquí al lado, en la Once. Este es el Banco de España». Salí presuroso, perseguido por las miradas sospechosas de los clientes del banco y, justo en el edificio colindante, un empleado risueño enarcó las cejas cuando le enseñé mi boleto, me sonrió, abrió el cajón de las delicias y depositó en la ventanilla no sé ahora cuántos billetes verdes. Eran más de las once cuando salí riendo a carcajadas de la Once.

Seguí comprando durante una temporada el cupón a aquel ciego generoso, pero nunca conseguí una sola pedrea, y aunque nunca juego a la lotería, me animo por Navidad a comprar mi número de la suerte, el 13, precisamente el número gordo de diciembre pasado, un 13 que compartió conmigo, desde León, mi amiga Merche. La suerte de aquel premio sirvió entonces para vanagloriarme ante mis compañeros, y me ha servido ahora para para dar marcha atrás treinta y cinco años y recobrar, por medio de estas líneas, los años venturosos de mi juventud, los momentos que se viven al descubierto, sin rémora alguna.

Supongo que el ciego andaluz pasó a mejor vida. Yo, de momento, me aferro al vicio de la escritura que tan buenos momentos me ofreció siempre, no importa si soplan tempestades y el número 13 no va acompañado de los números apropiados. Vive mi madre, y mis nietos inyectan a los hijos una alegría contagiosa. Carpe diem.
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