Da igual lo que cuente en esta columna porque voy a ser odiado por recordar los buenos tiempos. O cuanto menos despertaré las hazañas más o menos sonadas de todo el que alguna vez se haya pasado una larga noche de barra en barra. Quiero acordarme hoy de los días en los que no había hora de cierre, como cuando íbamos a los bares a perder la conciencia, que decía mi amigo Davis. Está todo tan jodido que hasta este colega no mira las redes sociales, pero también hay quien me intenta corregir lo que escribo y otros me hablan de Israel... Esto es el pueblo, el bar, la familia, el recuerdo de lo que hemos sido y siempre seremos. Lloramos porque los bares están cerrados, o porque el árbitro no pita lo que no vemos, qué más da... Pero no nos damos cuenta de que es mejor así, que tenemos que quedarnos el mayor tiempo posible en casa, que la inmunidad no es tan fácil de conseguir. Y todavía hay quien piensa que el covid-19 es una gripe fuerte que solo afecta a las personas mayores o a los crónicos. No hay más que echar un vistazo a las UCI, en las que cada vez hay más jóvenes. Sí, de los que se creen eternos con 20 o 30 años.
Ojalá hubiera tenido esa inmunidad cuando parecía que no se acababa la noche e incluso podías despertarte en cualquier casa ajena de la ciudad, con la única preocupación de que no estuviera muy lejos de la tuya. O el día que fui a saludar a la Pija, la de la mítica serie de la tele, a darle un regalo en nombre de toda la redacción del periódico. Rememoro con algo de cariño incluso que ni se enteró ni me correspondió. Ni siquiera me habló. Pero siempre la tendré en mi recuerdo y en mi corazón: «María, toma un caramelo de menta». Ella me miró mal. Yo no la miré mejor. Y todo quedó en nada, como muchas veces a última hora de la noche, en esa niebla que siempre había y que ahora se echa tanto de menos. Ay, qué felicidad era aquella...
El caramelo de María
27/01/2021
Actualizado a
27/01/2021
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