15/04/2020
 Actualizado a 15/04/2020
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Le pasa a uno que, por meter la pata donde no le llaman, le vienen las tortas por la diestra y por la siniestra. La pata la metí en el Facebook, en mi interés –nunca supe por qué, puesto que yo jamás suelo meterme donde no me llaman–, de introducirme en semejante berenjenal, dentro de la palabra que yo había oído mil veces, pero que luego pude saber que se refería, sí, a esa empresa estadounidense creada en el año 2004, que multiplicó sus acciones en poco tiempo, y en la que a cualquier persona no instaría yo en comprometerse en su contenido, es decir, a hacerlo como lo hice yo sin saber que, como casi todos los asuntos, hay que procurar emprenderlos desde el principio, muy despacio y con prevención. El caso fue que, después de hacerlo, de meterme en el muro de Facebook, y de relacionarme con algunas de las personas que me solicitaban amistad, así, sin más ni más, y de las que enseguida me di cuenta de que no veía yo la manera de desembarazarme de ellas (o porque no las conocía de sobra o, porque aun conociéndolas, empecé a darme cuenta del tiempo que podía perder con las conversaciones, tal resultaba la frecuencia con que comenzaban a llegar las «solicitudes de amistad»), me vino a la cabeza el flash de que aquel comienzo no parecía el adecuado, y que cuanto me habían hablado del citado Facebook se refería a otra cosa, algo parecido a un juego que nada tenía que ver con el interés que yo tenía por conocer algo más…, sobre todo porque entre quienes solicitaban esa relación aparecían unos nombres que acaso se asomaban a mi niñez, a mi juventud, y de los que yo me atrevía a reconocer su nombre o sus apellidos, pero de quienes apenas si conservaba siquiera sus rostros que, a pesar de observarlo en la pantalla, me parecían tan extraños como cualquier persona desconocida que me encuentro en la calle.

Lo primero que se me ocurrió fue enviar correo al muro de la empresa con el escueto mensajede ‘anular Facebook’. Mis hijos son los que más saben de estas cosas, y enseguida decidí ponerme en contacto con ellos para que me orientasen sobre las normas a seguir en el asunto.Al otro lado del teléfono me recibió la risa despampanante de Elías. Según él aseguraba, sin parar de reír, mi mensaje se lo había enviado no al muro de Facebook sino, por fortuna, al ‘muro’ de nuestra familia y que, gracias a ello, no pudo recibir la internacional empresa aquel ‘anular Facebook’ que parecía toda una especie de atentado contra Facebook, y que tenía que dar enseguida marcha atrás. Así lo hice. Luego me propuso responder a los otros correos, si me parecía bien, a los de ellos… y de ellas (de ellos, sobre todo, aseguraba observando el entrecejo de su madre). Lo primero que se me ocurrió fue escoger de entre mis fotografías la más apropiada para el caso, aquella que me hice quince años atrás, entre sonriente y sabelotodo, y que iba plasmando en la solicitud de amistad que me reclamaban los remitentes.

A partir de ahí resultaba extraño el día en que, al abrir el ordenador, no me encontrase con infinidad de reclamos solicitando una amistad que yo siempre había asumido, no como algo circunstancial, sino como una forma de equilibrio para andar por este mundo de nuestros pecados. Todas y cada una de aquellas amistades sabían de mi vida casi tanto como yo, o al menos eso parecía, pero lo que me empezaba a preocupar era aquel afán, de los unos y de las otras, por enviarme mensajes a cualquier hora, flexible como soy si se trata de dejar claro mi desprendimiento. De tal manera han llegado a multiplicarse los redichos mensajes del Facebook que he decidido desconectarme a su solicitud de amistad, sin más. De vez en cuando, sin embargo, a la hora de abrir el ordenador ojeo, como el que no quiere la cosa, en la referida solicitud de amistad a algún amigo-a por ver si acierto a comprobar sin son ellos, o soy yo, quien se encuentran en el candelero de la antedicha incertidumbre, no vaya a ser que me haya dejado algo en el entramado.
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