manuel-vicente-gonzalezb.jpg

El Rey Mago y los nietos

07/01/2018
 Actualizado a 16/09/2019
Guardar
Andaban buscando Reyes Magos entre los familiares del colegio de los niños para la celebración de las fiestas navideñas, y yo reunía las condiciones necesarias, según explicó mi hija, para convertirme en el rey que les faltaba. Me dejé vestir con la pesada indumentaria y me coloqué la barba y melena, propias del Melchor que, dijeron, resultaban ajustadas a mi habitual estampa. Gaspar me pareció, cuando se colocó a mi lado, mucho más joven que yo, y la expresión del jovencísimo Baltasar me recordaba, no la imagen de un rey, sino la de un pipiolo inexperto incapaz de romper un plato, tal era su inocente compostura. Llegados de no sé dónde, sin rechistar, los pajes se acomodaron de pie, a la derecha de cada Rey Mago portando una bolsa donde, supuse, depositarían los niños el escrito con sus demandas.

Imaginé en el desfile infantil que comenzó a organizarse en la sala y, más aún, en los movimientos inquietos que vislumbraba en el pasillo, una multitud de niños de cuatro y cinco años, portadores todos ellos de la carta que habríamos de leer –y de seguida pasar a manos de los pajes que nos acompañaban– tras haber posado para la posteridad con el rey escogido ante el fotógrafo. Todo ello me parecía desmedido, sobre todo a raíz de las primeras gotas de sudor que perlaban mi frente: en el salón no había más que niños, y todos venían dispuesto a solicitar mi colaboración, ajenos a los adornos que cosquilleaban mi cuello, a aquella especie de sobrepelliz, espesa y dura, y al no menos incómodo cinturón que dibujaba mi cintura y del que estuve a punto de deshacerme, tal era de pronto el agobio del entorno, y tal la necesidad de dejar en manos de mis colegas, y de los pajes, la razón de ser de tan extraña intervención.

De pronto aparecían los mocosos, uno tras otro, felices portadores de aquella consigna temblorosa que ofrecían a su rey favorito, a mí, a Melchor. Yo les instaba de lejos a presentar su carta a mi colega Baltasar, al morenito que no parecía tener intención de intervenir en la contienda, o a Gaspar, que tampoco se afanaba en mostrar, como yo, su prepotencia. Así que llegaban hasta mí, asustadizos unos, jubilosos los menos, y me entregaban la carta que yo manipulaba y leía con teatral convicción en la que iba implícita la seguridad del envío de aquel camión, de aquella muñeca, de aquel balón de fútbol…

Todo me resultaba llevadero porque no había nadie en el grupo del colegio que pudiera identificarme. Eso creía yo, hasta que divisé, en brazos de mi hija, la figura de la pequeña Vera, quien, tras descubrir mi modesta figura, me señalaba con la mano, un tanto sorprendida y otro tanto eufórica, y lanzaba al aire su voz reclamándome: ‘Aboooo…’. Sí, sí, para reclamos estaba yo, el pobrecito Melchor, empapado de sudor y soplando en vano al aire para ahuyentar los pelos blanquecinos de la peluca mientras sonreía a los asustadizos pedigüeños y les prometía, cómo no, el oro, el incienso y la mirra de sus encargos. Para nada venía bien a aquel teatral simulacro el descubrimiento familiar de Vera, sobre todo porque Melchor le había ido cogiendo el aire a su papel, y se había puesto a dialogar cariñosamente con cada uno de los chavalines, y ya Vera mostraba el veneno de los celos con unos sollozos lastimeros y un agitar de brazos reclamando mi respuesta.

Yo prometía el oro y el moro a quienes me lo solicitaban, incluso llegué a pensar que todos los que se acercaban hasta mí, precavidos y asustados, formaban parte del espectáculo: ninguno de ellos parecía dudar de mi beneplácito cuando les aseguraba que su demanda surtiría efecto la noche del día cinco de enero, tampoco cuando a alguno le indicaba su exagerada demanda: …no sé, no sé si tantos juguetes van a tener cabida en el saco portador, pero, en fin, lo discutiré yo con Garpar y Baltasar, a ver cómo van ellos con el perfil de los pedidos…

Lo peor estaba por llegar: a la comitiva de Reyes y Pajes nos conminaron a proseguir la celebración en un aula sobresaliente donde nos aguardaban chavales talluditos que ni por asomo podían dar crédito a quienes se escondían detrás de aquellos disfraces. En cuanto Adrián y Lucía descubrieron la estampa decadente y destartalada que mostraba, tras el primer tiempo del partido, aquel Melchor venido a menos, alzaron los brazos reclamando mi atención, sin tener en cuenta el aura señorial que, pudiera ser, desprendía la capa celeste y, sobre todo, la aureola chapada en oro y asentada en mi cráneo, cual corona de espinas a aquellas alturas.

Los dos nietos de Melchor alzaban los brazos, eufóricos, y mostraban a sus compañeros de clase, señalando con el dedo, a quien en aquellos momentos pensaba, no ya en la magnificencia del entorno, sino en los sesenta minutos estipulados por vaya usted a saber qué ordenanza colegial, una hora al fin y al cabo para garantizar (micrófono en mano que estuve obligado a mantener) el regalo que aquellos jovenzuelos habían escrito en sus pedidos, aunque solamente si tenían intención de comportarse como buenos alumnos, como buenas personas, como hijos obedientes y generosos, tal fue la original proclama que me dio por emitir para paliar el ascendente murmullo, convertido ya en desajuste. Ni por asomo me dio por pensar que las carcajadas procedentes del fondo de la sala pertenecían a mis nietos. Es más, continuaba con mi discurso de Rey Mago, pese a apercibirme del jolgorio que se había organizado a mi alrededor y que no tenía nada que ver con la generosa oferta con que yo trataba de contrarrestar las voces que iban en aumento y que no tenían nada que ver –como pensaba– ni con la Navidad, ni con el nacimiento del niño Jesús, ni siquiera con la llegada de los Reyes Magos.

Pendiente, como andaba yo, del cinturón desabrochado y desvalido que estaba a punto de acariciar mis rodillas y me obligaba a abrir las piernas para congratularme con su utilidad, dejaba al descuido la casulla sacerdotal, la ostentosa túnica, convertida de ese modo en una especie de capote taurino que dejaba al descubierto la realidad de mi camisa y mis pantalones vaqueros. Los demás –Gaspar, Baltasar y los pajes– no parecían estar al tanto de mi desconcierto, y si lo estaban, era de suponer que lo achacarían a la actuación de un novato. A ninguno de ellos pude achacarle el mínimo desajuste cuando los miraba de reojo: Gaspar y Baltasar lucían sus atuendos con primorosa elasticidad y elegancia.

Yo, para no quedar en feo ante mis nietos, volví a coger el micrófono y a manipular el desaborido discurso, esta vez interpretando al desarrapado rey Melchor, a quien tanto le ha costado llegar, pese al camino marcado por la estrella, a su destino: las noches son largas, y el camino cuajado de vagos y maleantes. Y me alegra, de verdad, haber llegado hasta aquí para encontrarme con vosotros y ofreceros cuanto me habéis pedido y, supongo, se alegrarán igualmente mis acompañantes (ofrecí a ambos el micrófono alargando el brazo, pero ellos no parecían estar por la labor, con un gesto miserablemente servicial).

Así que, ya puesto, me arranqué, no por peteneras, que era lo que merecía mi desastroso aspecto, sino por la estrofa de un villancico del que nunca entendí su significado: «…beben y beben y vuelven a beber /los peces en el río por ver a Dios nacer». Mano de santo el intento; todos a una aceptaron el envite y, de paso, dieron pie a la airosa despedida de sus majestades, los Reyes Magos.
Lo más leído