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El unicornio triste

27/01/2019
 Actualizado a 18/09/2019
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Coincidí pocas veces con Eduardo Arroyo –una primera en Berlín y dos o tres en Madrid–, pero creo que ambos nos dispensábamos una simpatía mutua que él incluso explicitó por escrito en un artículo de prensa en el que parafraseaba el final de otro mío en el mismo periódico: «¿Y yo qué pinto aquí?». En su artículo, Eduardo Arroyo mostraba su sentimiento de extranjería intelectual en un ambiente, el del arte español, que era el mismo que yo manifestaba en el mío respecto del país en general.

Aunque compartíamos orígenes geográficos y ese descreimiento al que me refería ahora respecto del ‘establishment’ cultural español (y quién sabe si del país como tal), coincidimos poco, como decía, pero eso no fue óbice para que yo admirara su obra, que descubrí ya tardíamente como la mayoría de los españoles. El largo vagabundeo de Eduardo Arroyo por Europa junto con el rechazo que el régimen franquista, primero, y el ensimismamiento de la cultura de la transición, después, hicieron que su obra no fuera todo lo conocida que merecía en España hasta bien entrados los años ochenta. Pero, en medio de la exaltación de la posmodernidad y de una falsa idea del cosmopolitismo que caracterizó esos años –sufragada en gran parte por el Partido Socialista, que consideró que esa idea le convenía a su deseo de renovación de un país que venía de donde venía–, la obra de Arroyo no fue muy bien entendida, como, por otra parte, creo sigue sucediendo aún. Sus cuadros llenos de guiños a la España tradicional de la que había huido siendo joven pero que, al fin y al cabo, sabía que estaba en su ADN, así como su reconocimiento a los clásicos de la pintura española, de Velázquez a Goya, le convirtieron casi en un extemporáneo a los ojos de los modernos españoles, siendo como era Eduardo Arroyo el más moderno de todos precisamente por su anacronismo entonces. Su afición a los toros y a los deportes, principalmente al boxeo, ya en retirada franca en aquel momento, tampoco contribuyeron a su aceptación por parte de una cultura española que se creía muy cosmopolita pero que seguía siendo provincianísima vista por alguien llegado de fuera como era Arroyo.

Con los años, el afrancesado –para los españoles–y el españolísimo –como Picasso, como Luis Buñuel, como Juan Goytisolo o Jorge Semprún en literatura, para los franceses– Eduardo Arroyo logró imponer su mirada en la pintura española y hoy nadie le discute su lugar de privilegio en ella si bien su figura siga despertando controversia y discusión, a decir verdad más por sus declaraciones públicas que por sus proposiciones como artista entregado en cuerpo y alma a su obra hasta la muerte. En ambas cosas Eduardo Arroyo fue un radical, entendiendo la radicalidad como la entrega absoluta a sus convicciones sin medir las consecuencias de éstas ni el modo en el que serían recibidas por otros. Lo que no significa que tuviera razón siempre en lo que decía y hacía ni, al revés, que su obra no reflejara su personalidad como posiblemente él mismo llegara a pensar en alguna ocasión.

Personalmente, a mi tanto ésta como la figura de Arroyo me sugieren, más que una personalidad extrema, segura de sus ideas y convicciones tanto ideológicas como pictóricas, un poco al modo picassiano, que es la que a él le gustaba proyectar en público, la de un unicornio triste, esa imagen que tanto repitió en su obra, quizá por evocación de las brumas perdidas de sus orígenes lejanísimos en las montañas de Laciana, en León, quizá por su creencia en ese ser mitológico con la que se sentía representado tanto cuando vagabundeaba por Europa como cuando regresó a su tierra, que halló lejana a él como todos sus compañeros de exilio cuando regresaron y de la que sólo reconocería ya lo que conservaba de fantasía y leyenda, esto es, la pintura del Prado y la mitología lacianiega, ésa que conoció en sus veranos infantiles y en la que se mezclaban los animales fabulosos y la filantropía y utopía de una Institución republicana, la de las escuelas para mineros y campesinos de Sierra Pambley, que sacó del analfabetismo y la miseria a sus antecesores y que Arroyo ayudó a rescatar del abandono en el que su leyenda flotaba desde hacía mucho, como la del unicornio. Que la melancolía fuera su palabra fetiche cuando todos lo identificaban con la radicalidad y el color expresivo y alegre seguramente se explique por esa atracción que Arroyo siempre ocultó detrás de su radicalidad y su carácter extrovertido y polémico por un mundo perdido que recuperó al final de su vida, cuando su desengaño de la realidad le hizo refugiarse en él además de en su creación artística, que se llenó de unicornios y moscas gigantes, sobre todo cuando regresaba a Robles de Laciana desde un Madrid que cada vez le gustaba menos porque le recordaba al que conoció de joven y del que huyó como un alma en peno en cuanto pudo hacerlo. Y también del que descubrió al volver de su exilio al cabo del tiempo y que lo confundió al principio con sus aires de cosmopolitismo y modernidad que lo que ocultaban realmente era un provincianismo nuevo, peor casi el que recordaba de tiempo atrás por su impostación.

El unicornio triste volvió por donde solía, se difuminó en las brumas de su memoria y su fantasía, en la melancolía de los bosques de un valle lleno de ellos, pero no al morir, sino antes, cuando su radicalidad y su incomodidad con la realidad lo fueron apartando de un país que siempre vio un poco ajeno y miró con estupefacción y que le sumió en la melancolía final, ésa que permanecerá con él, convertido el mismo en su autorretrato pictórico, el último y el definitivo. Un retrato que ya había dibujado en la escultura del unicornio triste lacianego que pende petrificado de una grúa en una ciudad de la que abominó también.

Texto incluido en el catálogo de la exposición de Eduardo Arroyo en el museo Botánico de Madrid editado por La Fábrica
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