Actualmente, cada vez que encendemos un dispositivo vemos que aparece como por arte de magia el icono de algún tipo de IA. Ya se trate de un archivo de Word o de un simple mensaje de Whatsapp, la inteligencia artificial nos acompaña constantemente, estudia nuestros gustos, nos analiza, es el copiloto perfecto. ¿Quién necesita más? Tanto espionaje, tantas facilidades, asustan.
Se supone que está aquí para colaborar, para hacer nuestra vida más fácil, y seguramente nos evitará cientos de tareas farragosas, pero a mí esa omnipresencia me da rabia, me molesta, me siento anulada en cierto modo por un robot.
El informático estadounidense Alan Kay dice que «a algunas personas les preocupa que la IA nos haga sentir inferiores, pero cualquier individuo en su sano juicio debería sentir complejo de inferioridad al contemplar una flor». No le falta razón, pero casi estoy más de acuerdo con las palabras del neurólogo Steve Polyak cuando afirma: «antes de trabajar en IA, ¿por qué no hacemos algo sobre la estupidez natural?».
Y es que la ayuda a veces se agradece, pero de ahí a permitir que una máquina nos convierta en completos inútiles o destruya los avances que el ser humano ha conseguido con esfuerzo en veintiún siglos de civilización media un abismo.
Conozco jóvenes que consultan todo con Chat GPT, el buscador se ha convertido en su siquiatra y será él quien decida si sus padres los han criado con amor, sustituirá incluso a las margaritas a la hora de adivinar si él o ella nos quieren.
El padre de mi amiga Teresa, cuando necesita averiguar algo, dice que si se lo vamos a preguntar a la dichosa máquina prefiere no saberlo, pierde la gracia. No estoy defendiendo la vuelta a la enciclopedia, pero realizar un esfuerzo un poco mayor no nos vendría mal. Y defender lo original, lo auténtico, tampoco.
Es la cuarta revolución, la era digital, pero hay una cosa que ella nunca sabrá con certeza, a quien amas ni cómo te sientes.