Se despereza la mañana en el bar del barrio, y entre el murmullo de los primeros parroquianos, el joven camarero se escapa, al exterior, de vez en cuando, donde la madre, dueña del bar, apura el primero del día entre un placer humeante. «Hoy me quiero disfrazar». «Para qué hijo si tú vas todo el año». Y le comenta a la cómplice de al lado «este no ha dejado de dar guerra desde que rompí aguas».
En la barra, una pareja de septuagenarios está recordando, tal vez episodios de juventud: «Mira, Lorenzo, tenías que haber ido directo al grano». «Vale más llegar a tiempo que rondar cien años».
Y comienza a rondarme la imagen detenida del caprichoso discurrir del tiempo. Cuando un siglo a veces se eterniza en un minuto de espera haciéndose insoportablemente eterno. Como le sucedió a Marta, reportera de guerra, protagonista de la última película de Pedro Almodóvar: ‘La habitación de al lado’. Diagnosticada de una enfermedad ya en fase terminal, decide pedirle ayuda a su amiga Ingrid para resolver una larga espera.
Ambas optan por mudarse temporalmente a una casa idílica en pleno bosque. Marta, que ya ha renunciado a cualquier tratamiento más, solo le pide a Ingrid que permanezca en la habitación de al lado. Para reconfortarse en la intimidad de su cercanía. Ingrid acusa al paso de los días y el peso de la enfermedad. Se refugia en el deporte, los amigos fieles con los que conversar de los temas que realmente merecen la pena, e intenta mantenerse serena convencida de que «hay muchas maneras de vivir dentro de una tragedia». En la mesa de al lado un grupo de trabajadores ferroviarios, conversa acerca de las inundaciones; de momento hay trece desparecidos.
Estas estampas locales, transcurrían el miércoles pasado. Aún no había comenzado este mes de muertos. Las peores noticias estaban por llegar. Todavía no éramos conscientes de la magnitud del desastre. De lo que estaba sucediendo, en la habitación de al lado, donde el Levante llora con lágrimas de agua mansa, en esa tierra de barracas blancas y cielos turquesa, de flores de árboles frutales y soles naranjas; de huerta abundante y almendros floridos, de turrón, hoy amargo y doliente.
Donde el poeta valenciano Miguel Hernández, también, algo reportero de una guerra que le robó hasta el aliento, reescribe ahora desde su tumba en el Cementerio Municipal Nuestra Señora del Remedio en Alicante: «No hay extensión más grande que mi herida, lloro mi desventura y sus conjuntos Y siento más tu muerte que mi vida… No perdono a la muerte enamorada, no perdono a la vida desatenta, no perdono a la tierra ni a la nada».