20/10/2024
 Actualizado a 20/10/2024
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«Afuera las cuadrigas, los edictos de mármol, los corros de reojo, los vivas insurrectos; pero dentro la cal resplandeciente, el agua justa en el cantarillo, la alacena sumisa y un silencio mejor que el de los astros…». Para todo tenían las abuelas un tapete de ganchillo o un pañito blanco, en un intento de cubrir de dignidad lo más viejo y usado, sin darse cuenta de que las heridas del tiempo embellecían sus cacharros y la dignidad quedaba debajo de sus paños. Hoy, imitándolas, he buscado encajes para adornar un texto referente a ellas, porque tanto tengo dicho, que cuesta dar con palabras nuevas. Voy a ribetear la columna con puntillas por arriba y por abajo, como hacía mi madre para convertir un retal de algodón en una toalla aparente, empezando y acabando con versos de las Elegías de Miguel D’Ors. 

Hemos celebrado esta semana el Día Internacional de las Mujeres Rurales, esa cuarta parte de la población mundial, tan necesaria en la lucha contra la pobreza y el hambre. Cada año por estas fechas, nos recuerdan que las manos femeninas son la mitad del sustento del planeta y las mejores guardianas del medio ambiente. Una mujer, solo por el hecho de ser madre, como la tierra, tiene una sabiduría innata que la convierte en catedrática del suelo, en activista del aire y pionera de estrategias y resiliencias, cuando ni existía ese palabro. La mujer rural es diplomática, con embajadas en cielo y tierra. Pacta con el granizo y la tormenta y si hay que ir por las malas, echa mano del ‘Tente nube’ retando al rayo, a voz en grito y a campanazo limpio. Y repara los daños, sin rencor alguno, cuando las nubes se ponen bravuconas y no cumplen el pacto. Sabe tener mano dura para el raposo que intente entrar en su gallinero y para frotar la ropa en el río. Y mano de seda para el bebé y para el abuelo y el perro, igual de cojos y de viejos. Para cosas de cuadra, se apaña con San Antón y San Francisco para asistir partos y mantener sano el rebaño. Y tiene contacto directo con Santa Bárbara y Santa Lucía, que el peligro podía caer del cielo o subir desde la mina. 

En León, tierra de montes y ríos, de páramos y riberas, de minas, rebaños y viñedos, los nacidos tierra adentro, recordamos todo eso. Las vimos asistir cada día a la universidad de la tierra, practicar los idiomas del aire, interpretar el salto del grillo, el avance de las sombras y la inclinación del trigo, pidiendo ya entregarse al fuego para ser pan del hombre. Mujeres calladas en permanente diálogo, porque cada petunia les desvela un secreto y la bandada de vencejos que pasa silbando, les advierte de que vieron venir el frío por detrás de la collada. Mujeres de distintas comarcas leonesas compartiendo penas y miedos por un rival común: esa mina ya muerta, empeñada en robar maridos, sin importar si era Bierzo, Laciana o el Valle de Sabero. Los rezos eran los mismos en Santiago de Peñalba o Carrasconte, en el Santuario de la Velilla o en La Catedral de la Montaña. Y otras, simplemente rezaban con la vara entre las manos, sentadas al cobijo de alguna peña, mientras el rebaño pastaba, que a las vírgenes y los santos, poco les importaba las velas y monumentos. Labradoras de Tierra de Campos, los Argüellos o Sajambre. Campesinas del Curueño o Valdetuejar. Agricultoras maragatas o cepedanas. Maestras de vida, cada una experta en los productos de su comarca. Mujeres agotadas tras recoger las cosechas y llenar despensas de patatas, pimientos, castañas o cereales y de acostar en la oscuridad de sus bodegas, el vino recién pisado del año. «Afuera los denarios… el circo clamoroso y los esclavos, pero dentro el geranio risueño en su maceta, el pan y el vino sobre la mesa, las honradas herramientas, los lienzos en el arca con membrillos bien sanos y un silencio mejor que el de los astros» 

Llegada la hora, remató la faena allá afuera, cerró el campo y cardó la lana justo a tiempo. Se la vio hacer cuentas con la luna sin que ninguna tomase nota porque tienen ábacos en la mirada. Una vendrá a iluminar a la otra el día que haga falta. Y la otra ya lo tiene todo listo. La cuna de negrillo hecha por el bisabuelo sigue intacta en el desván. La sabanita que trajeron del economato minero sigue blanca como el primer copo, esperando arropar a niños venideros. La mantita rizada que hizo la abuela sigue almacenando calor y tiempo y ahora, es más blanda, más usada, más vieja y más manta que nunca. Hoy la mujer y la tierra parieron una niña. Lo sabían la nube, la lluvia, el río y la sombra donde la madre preñada se recostaba. El otoño se acomodó en el portal, llegó la hora de cerrar la puerta, encender la lumbre y amamantar a la niña, fingiendo no ver al invierno aechar tras el visillo de la cocina a la Mujer Rural, la que dirige el mundo dentro y fuera. «Afuera el mundo entero, pero dentro una niña con gesto de tórtola asustada que deja su costura de novia, que sonríe, que dice inmensamente: Hágase en mí según tus palabras y vuelve a su silencio, mejor, mejor, mejor que el de los astros».

 

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