Soy de los que no siente ningún entusiasmo por las corridas de toros. Siendo niño, mis padres me llevaron a una charlotada en la plaza de toros de Salamanca. Tuvieron que sacarme de allí preso de una gran congoja. La lidia del primer novillo nunca se me ha borrado de la memoria. Un tierno eral junto a nuestro tendido, atravesado de arriba abajo por el estoque, jadeaba sin pausa con la lengua fuera. El desdichado animal, babeando sangre que le salía de la boca a borbotones y una mirada perdida de conmovedora súplica, gemía como urgiendo la llegada de la muerte. Al sacarme de allí, mis padres tuvieron conmigo una actitud más tierna y solidaria que la de un padre con su hija de cinco años —que cuenta Agustín de Foxá, en su libro «Ternura carpetovetónica»—, quien, para consolarla de similar congoja, a la vista de los destripados caballos de los picadores por no llevar entonces peto de protección, le suelta: «¡No llores, tonta! Mira como el toro le saca las tripitas al caballito». Una reacción como la de mis padres, cuenta Romain Rolland en su «Viaje a España», asistente con su hermana a una corrida en la plaza de toros de Granada. El premio Nobel francés ve con agrado a un muchacho a quien su padre saca del tendido cada vez que los picadores entran en acción, porque le pone enfermo ver a los caballos con las entrañas desparramadas sobre la arena.
De niño, cuando yo iba en los veranos a la aldea zamorana de Villamor de los Escuderos, a lo único que se podía jugar con los muchachos de mi edad era, precisamente, a los toros. No sabían de otros divertimentos de calle: ni canicas, peonza, pelota...; nada, sólo se jugaba a los toros. La fiesta del toro ha estado siempre tan arraigada en ese pueblo, como en tantos otros de España, que por querer acabar con el tradicional encierro y capeas por San Roque, un alcalde innovador, deseoso de desviar el peculio en otras direcciones, hubo de buscar protección de la Guardia Civil para no acabar sus días linchado por los enfurecidos quintos de aquel año.
De la Fiesta Nacional reconozco, no obstante, la demostración de ciertas virtudes, como la valentía y el coraje, además de su plasticidad colorista y musical. Las faenas de capa y muleta, por ejemplo, no están exentas de gracia y una precisión de movimientos verdaderamente artística. Como lo es también la suerte de rejones desde briosos corceles con quiebros y cabriolas para burlar los pitones del animal. Incluso podía decirse, una vez que a los caballos de los picadores se les protegió con petos en la suerte de varas, que la corrida de toros es el menos bárbaro de todos los espectáculos sangrientos. Resumiría que la tauromaquia es un pintoresco museo con unos cuadros primorosos y otros detestables. En el espectáculo taurino podría decirse que se dan reunidos y perfeccionados los elementos estéticos de la equitación y de la esquiva, acompañados de su propia música coral e instrumental como son los «olés» y los pasodobles.
Apenas hay libro, folleto, película, cartel, periódico extranjero que trate de España; ni obra española de historia, poesía, costumbres, viajes, Goya, Picasso, etc., que no diga algo de los toros; ni lenguaje que no emplee expresiones correspondientes al rico acervo taurino. Sea cual fuere el porvenir reservado a la Fiesta Nacional, aun suponiendo que suenen algún día los clarines de su muerte, siempre quedará del sangriento y plástico espectáculo un preciado recuerdo histórico y una huella profunda e indeleble en el idioma. Entonces, los españoles no sé si seremos mejores o peores, seremos otros.