Según el psiquiatra Enrique Rojas, «la envidia es una de las actitudes más desafortunadas de la naturaleza humana. No solo hace daño, sino que ella misma se va haciendo desgraciada a causa de su mal». Es la envidia, junto con el odio añade– «lo que más se parece al amor. Pues, ser envidiado es casi como ser amado. Pero es ésta una pasión mala, tormentosa, que contamina el corazón del hombre, y le hace vivir en guerra y en ansiedad continua consigo mismo y con los demás». (‘Una teoría de la felicidad’, 1985). En la misma línea, la envidia es para Bertrand Russel una de las más potentes causas de la infelicidad.
En su célebre libro ‘El español y los siete pecados capitales’ (editado en 1966 y vendidos más de un millón de ejemplares), Díaz Plaja nos dice: «El español puede tolerar en otro español un par de cualidades, pero nunca más. Un hombre puede ser rico y bueno, pero no inteligente, listo y gracioso; pero pobre. En cuanto intenta alcanzar ese tercer grado, se desencadena la animosidad, pero ¡qué se habrá creído, hombre!».
A la envidia propiamente dicha se suma la ‘envidia sana’, cuando la sensación de malestar es menor, prácticamente inexistente o con rebote de admiración.
La civilización actual, por su exceso de competitividad y superficialidad, fomenta los hábitos envidiosos. Muchas envidias son puramente profesionales, nacen del libre ejercicio de la profesión y desencadenan posturas de odio apasionado.
Durante el Siglo de Oro de la literatura española hubo enconados ‘ataques poéticos’ de envidia profesional entre la flor y nata de nuestros escritores. Hay material abundante para demostrarlo con solo leer las obras de Cervantes, Quevedo, Góngora o Lope de vega. Veamos. Lope no se anda con remilgos a la hora de enjuiciar a Góngora, como lo demuestra los versos siguientes: «Dice don Luis que ha escrito / un soneto y digo yo / que si don Luis lo escribió / será un soneto maldito. / A las obras me remito / luego el poema se vea: / mas nadie que escriba crea, mientras no se cultive, / porque no escribe el que escribe / versos que no hay quien los lea». Luis de Góngora no se quedó solo con la copla sino que ‘contracopló’ de este modo: «Dicen que ha hecho Lopico / contra mí versos adversos, / mas si yo vuelvo mi pico / con el pico de mis versos / a este Lopillo lo pico». Y aludiendo a la función sacerdotal de Lope: «Cura que en la vecindad / vive con desenvoltura / ¿para qué llamarle cura / si es la misma enfermedad?».
Entre celos y rivalidades de escritores famosos de nuestra lengua Pío Baroja y Rubén Darío dan la nota. En cierta ocasión alguien le dijo a don Pío: –«¿Sabe lo que dice Rubén Darío de usted?, pues que es usted un escritor cuyas obras tienen mucha miga». Aludiendo a que el escritor vasco, además de escribir, era industrial panadero en Madrid. Y Baroja le respondió con no menor gracejo: –«¡Bah!, no me ofende. Yo digo de él que, tanto si escribe como si habla, siempre se le ve el plumero». Aludiendo a la nacionalidad nicaragüense de Darío como indio sudamericano. Baroja también le echó el pico a Blasco Ibáñez, considerándolo un buen novelista, pero, para él, aburrido donde los haya, dado que: –«Es un conjunto de perfecciones, tan vulgares y mostrencas, que a mí me ahogan». Tampoco Unamuno era para Baroja santo de su devoción debido a la intransigencia extraordinaria de su paisano, pues todo lo que decía no tenía más que la propia aprobación.
Al parecer, en China, la envidia se combate exitosamente con un derivado de la nicotina, la envidiostatina. No hay mal que por bien no venga.