Decían «la economía, estúpido». Pero la economía va como un tiro y ¿a quién le importa? Ocurre que esta política es tan nueva que para nombrar sus fenómenos puede que haya que señalarlos con el dedo. Porque también del diccionario desconfiamos: hablo como me da la gana, dice el adolescente, el dialectal, la tribu, el ofendido... Digo lo que quiero y como quiero. Y empieza el descalabro.
Hay una Academia, Real pero no de la Lengua (sino de la lengua), poniendo encima de la mesa (y en pantalla) un Diccionario que, aun pretendiendo aquello de Borges sobre la infinitud encuadernada (y enchiptada), en realidad ofrece unas reglas de juego. También lo ponemos a escurrir, qué se habrán creído, esto se dice y no viene, lo otro no y aparece, por qué valen la y el COVID, a mí me gusta esa tilde… Lo de «los cabrones de la Academia», un mal día de Valle Inclán y Don Latino, ha calado como esos retales de texto que acaban por no significar nada: el crudelísimo abril o el viaje a esa Ítaca que cuando llegas resulta un tostón. Todos somos un poco seleccionadores de fútbol y un poco académicos. Razón no falta, por descontado, que pregunten a mi amigo Ernesto Rodera y sus maláforas. Maláfora es el concepto de nuestro tiempo, mezclamos churras con témporas continuamente.
El idioma lo aguanta todo y se construye como las urbanizaciones del Pocero, con mucho terreno libre alrededor y abundantes sinsentidos. Y, como todo artilugio, chirría si no se engrasa y calibra, dando en máquina de ruidos: no cabe achacarle los problemas de comunicación porque sería como culpar a un coche porque no arranca sin gasolina. Pero el famoso fango empieza ahí. Porque a la mínima interacción sin rostro (diálogo no es) el personal se inflama y se pone faltón. No hablamos un mismo idioma y mucha de la aspereza cotidiana viene de no compartir códigos: son malentendidos. Antaño esa falta de entendimiento se daba entre jergas: un mecánico con un publicista, un informático con cualquiera, etc. O en el abismo generacional, hondura de incomunicación fecunda. Ahora suele ser simplemente mala hostia sin descomprimir. El cortocircuito ha llegado a todas partes y ya no se debate sin intentar ofender o machacar (el famoso «zasca»). No ver al interlocutor priva de matices no verbales y permite acomodarse en la trinchera de una pantalla para abrir fuego franco. El diccionario, la sintaxis y hasta los datos históricos estorban a esas segundas intenciones y agresividades de patio de colegio. Mezclar el culo con merinas ayuda mucho a responder agraviando.
Al final, ser decente en lo político y en tantas otras cosas consiste muchas veces en usar el diccionario con escrúpulo y el idioma con cortesía. No hablamos de la ironía, esa delicatesen. Pero ¿quién quiere entenderse?